nº 167 • Octubre 2015

Espacioluke

balazkez

El escenario (Studies for Michael Gira)

Cámara del pasillo. Se abre la puerta. Entran. Apenas llevan equipaje, excepto la mujer, que porta una maleta mediana con ruedas. No hablan. Deambulan, sonámbulos, sin objeto, por el salón ...

Cuando lo que uno hace es grabar el azar no se requiere ni la figura de un guionista que escriba previamente la historia ni la de unos actores que ejecuten posteriormente ningún papel, puesto que tanto las historias como sus protagonistas los decide, como he escrito al empezar, la casualidad. Entonces, en el trabajo que a mi me concierne, si alguien me preguntara qué decido, le respondería que apenas nada, excepto la ubicación y el camuflaje de las cámaras, que las tengo colocadas detrás de espejos, y que son dos en el salón, con las que obtengo un plano general de toda la habitación y un contra plano de la televisión, dos en el dormitorio, que me dan un plano general y un plano desde el cabecero de la cama, tres en el cuarto de baño, general, subjetivo del espejo y ducha, dos en el pasillo, entrada y general desde el fondo, y una en la cocina, con las que abarco el mayor número de espacios donde se localizan las acciones que desarrollan los personajes durante su estancia en el apartamento más grande del motel que gestiono en solitario desde que se murió mi madre hace poco más de cinco años.

Dicho esto, espero que haya quedado claro que no soy director de cine, sino que mi trabajo se asemeja sobre todo al de un técnico de grabación, lo que en televisión se llama un realizador, que elabora el montaje final, sobre la marcha y en riguroso directo, distribuyendo en la secuencia las diferentes imágenes y audios que me dan las cámaras, cada vez que alguien ocupa el apartamento donde tengo todo el operativo montado, sigo la acción de los personajes desde control, que en este caso está ubicado en un cuartucho, trasero a la recepción del motel y contiguo a lo que yo llamo el Escenario, desde donde sigo todos sus movimientos a través de los pequeños monitores de seis pulgadas para pinchar correctamente en la mesa de mezclas y hacer películas en tiempo real. Luego hago las copias de DVD y las distribuyo en el mercado negro de varios países, bajo la demanda cada vez más en auge del consumo de historias que son auténticamente reales, de clientes a los que, según sé de un análisis de mercado que encargué a una empresa fantasma, lo de ‘Gran Hermano’ y otros formatos televisivos del estilo les parece una mierda adulterada.

La ubicación del motel en una vieja carretera nacional reconvertida en autovía, que une la capital con un parque tecnológico donde varias multinacionales tienen sus sedes en el país, hace que la mayoría de los personajes sean casi siempre una pareja formada por un hombre de negocios y una prostituta o prostituto, menos habitual es el modelo que responde al hombre de negocios y su joven secretaria o secretario, y casi nunca ocurre que sea una mujer de negocios la que se traiga al motel a algún prostituto o a su secretario, aunque una vez, por cierto, sí realicé una película de una mujer de negocios que se folló a su joven secretaria, todas ellas acciones sexuales de pareja que de tan reiteradas, por puro cansancio temático, hace que construyan las historias más aburridas de todas cuantas ejecuto, protagonizadas casi siempre por el sexo más predecible, sucio y rápido, aunque de vez en cuando asomen algunas perversiones de los hombres y mujeres de negocios, que no voy a detallar, por no venir al caso, que animan los relatos hasta límites insospechados, de tonterías y peculiaridades que superan con creces a cualquier ficción pornográfica.

También, últimamente, está en auge el fenómeno de mujeres que acuden solas al motel, llegadas de no sé dónde y con destino a quién sabe qué lugares, que lloran sobre la cama, o que se masturban en la bañera, o que, simplemente, comen galletas mientras ven la televisión, riéndose sin ningún tipo de resistencias ni complejos, comportándose a su antojo, como si hubieran encontrado entre las cuatro paredes del Escenario algún tipo de libertad que hace tiempo no disfrutaban, hilvanando historias que complacen, sobre todo, a hombres y mujeres de los circuitos de comercialización orientales. Las historias de las que yo llamo mujeres solitarias en tránsito son las que más me agrada consumar, cuando sigo al detalle todas las acciones de la protagonista de turno, que, la mayor parte de las veces, son completamente impredecibles, de tramas irresistibles y excitantes, lo cual le aporta a la narración audiovisual una riqueza extraordinaria, una cotidianeidad salvaje y, también, un ardiente suspense, en resumen, una fuerza argumental que ya querrían para sí los pocos hombres que acuden en solitario al motel, que suelen representar relatos tediosos, por previsibles, la mayor parte de las veces.

Pero la película de hace dos semanas fue otra historia. Los personajes no fueron ni ejecutivos que querían desfogarse ni mujeres solitarias en tránsito, sino una familia japonesa, conformada por una pareja y tres niños varones de entre tres y ocho años. Necesitaba el apartamento más grande, me dijo ella, en inglés, y así, en primera persona del singular, porque el resto de la familia permaneció, de primeras, en el fuera de campo, y le ofrecí el Escenario, fantaseando con la conjunción de astros que resulta de juntar la historia de una solitaria mujer japonesa en tránsito con el beneficio económico que me suele dar este género en su país de origen, como he detallado más arriba. Tardé muy poco en comprobar que lo que se me venía encima no iba a ser una historia excitante de ‘loveless-reality’ y sí un absurdo relato ‘family-reality’, cuando vi en los monitores que detrás de la mujer entraron los tres niños y, un tanto rezagado, el hombre. En ese momento pensé que al día siguiente rendiría cuentas con ella, para sumarle al precio individual que había pagado, la cantidad restante hasta obtener la tarifa familiar, pero, tal y como ocurrieron los acontecimientos esa noche, fue imposible. Pero en fin, ya era tarde para rectificar, y pensé que aunque fuera una familia, cuyas historias, cuando no hay sexo de por medio, se venden muy bien en Estados Unidos, el Escenario estaba ocupado, era ya muy de madrugada, así que, como tenía por costumbre, cerré la puerta de la recepción, me metí en el cuchitril del control, y claqueta y acción. También, como tengo por costumbre, y en vista de que en ese momento pensaba que el relato sería el propio de una mujer solitaria en tránsito, que suele resultar cine mudo con acción pura y dura, puse música de acompañamiento, la canción ‘Studies for Michael Gira’, de Ben Frost, que escuché mientras transcurrió la historia y que escucho ahora mientras la redacto en la libreta de notas donde me gusta escribir ficciones, y que, con el fin de sintonizar al máximo con el lector que tiene delante este relato, aconsejo que la tome igualmente como banda sonora de las acciones que a continuación detallo.

Cámara del pasillo. Se abre la puerta. Entran. Apenas llevan equipaje, excepto la mujer, que porta una maleta mediana con ruedas. No hablan. Deambulan, sonámbulos, sin objeto, por el salón. El hombre se lleva a los tres niños al baño. Los niños se quitan la ropa, como si fueran tres robots obedientes, y se meten en la bañera uno detrás de otro. Alterno esta secuencia del baño con la del salón, donde la mujer se mueve de un lado para otro. El movimiento de la mujer le da al relato, pienso en esos momentos, un punto inquietante, acto seguido, al tiempo que el padre enjabona a los tres niños, la mujer se sienta en la cama en posición reflexiva. Vuelvo al baño, es una escena normal de un padre que seca a sus hijos después de un baño rutinario, pero la actitud del conjunto me perturba, los niños no dicen nada, algo está pasando, pienso, nervioso, los personajes están demasiado aletargados y proyectan en el ambiente un tono de quietud mortuoria. En la habitación, la madre continua sentada, sobre el lateral de la cama, ahora ha apoyado sus antebrazos en las rodillas y tiene su cabeza completamente hundida, descolgada hacia abajo, estira los brazos hasta el suelo, y los recoge, varias veces, como si fuera un ejercicio. En el baño, el padre viste primero al mayor, con la misma ropa, le da un abrazo y le manda a la habitación con una voz tan baja que el micrófono de la cámara apenas lo registra. Realizo el movimiento del niño, que sale del baño, atraviesa el pasillo y entra en la habitación; la madre se levanta cuando lo ve entrar, lo abraza, le dice algo al oído y lo mete en la cama, coge la almohada, y lo asfixia, el niño no ofrece resistencia en el medio minuto, o minuto entero, no sé, el tiempo que la madre tarda en matarlo. Lo que he visto me saca, literalmente, de la historia; el efecto de extrañamiento que me produce es tal que las imágenes siguientes las asimilo como si nada, en un estado de encallamiento de todos los sentidos, y la realización la ejecuto por puro automatismo. En el baño el padre termina de vestir al segundo niño, lo abraza y lo mismo. En ese momento vuelvo a la habitación, entra el segundo, la madre lo abraza y lo mata según el mismo procedimiento. La experiencia me desborda, al tiempo que me paraliza. En este momento dejo de realizar, detenido en el plano general del dormitorio. De alguna manera, dejo de mirar también, aunque tenga los ojos puestos en la pantalla donde se desarrolla la secuencia. Las siguientes acciones apenas las percibo, por ejemplo, cómo llega el hijo pequeño, es un bulto, no lo veo, ni a él ni a la mujer, pero la acción previsible se culmina cuando coge la almohada y lo deja fulminado en la cama, junto a sus dos hermanos. Todavía está asfixiando al pequeño cuando entra en la habitación el hombre, que arropa a sus tres hijos muertos como si estuvieran vivos. La pareja se abraza, he visto muchas películas de cine gore, con las cosas más bizarras y las escenas más violentas, incluso la escenificación de asesinatos de niños, pero nunca he sentido este malestar que siento ahora siendo testigo de este abrazo, en un llanto compartido, él con desconsuelo y ella con recato.

Se produce un impasse narrativo. El silencio es abrumador. Ellos alargan el abrazo. Los niños, muertos. Yo, delante de los monitores, todos los planos del apartamento vacíos, toda la acción concentrada en el dormitorio grande. Todo es absurdo. Hace tiempo que he dejado de escuchar la canción de Ben Frost, y empiezo a no soportar la historia, aterrado por cómo puede continuar. Además, me asalta el dilema moral de qué hacer, porque también he visto violencia dentro del Escenario en momentos de fragor de los personajes, momentos críticos, conflictos como los que hay incluso en las películas de ficción, pero sin llegar hasta este extremo, y nunca he intervenido.

Ahora el hombre saca de la maleta una cuerda y dos dagas, me levanto, noqueado por completo, imbuido en una confusión tétrica, ahora soy yo el que ando como una bestia encerrada dentro del pequeño cuarto donde realizo las ficciones, mirando y sin mirar al monitor central donde está teniendo lugar la acción, él se queda con una daga y la otra junto a la cuerda se los entrega a ella. Todavía estoy a tiempo de parar esto, sea lo que sea esto, sea lo que sea esta mierda que están haciendo estos personajes, bastaría con entrar, porque tengo las putas llaves, y pararlo todo, sea lo que sea, pero vuelvo a sentarme, convencido, sin criterio ni argumentos, pero convencido, de que es mejor no hacer nada, justo cuando la pareja ya se ha desnudado y se han vestido con quimonos de color blanco. Ataviados así extienden un plástico sobre el suelo, la coreografía denota que los movimientos que hacen han sido previamente ensayados, se colocan el uno frente al otro, sobre la alfombra de plástico, a una distancia de dos metros. Luego la mujer se ata las piernas a la altura de las rodillas, recuerdo que leí en un comic manga que es lo que hacían las mujeres de los samuráis para evitar caer muertas con las piernas abiertas, lo cual sería una deshonra, y el hombre se aposenta sobre el suelo, también, en una posición que recuerda a la de un guerrero tradicional nipón, se abre el quimono y lleva las mangas hasta debajo de sus rodillas, y de repente, mi armazón de hielo se revienta y grito, ¡putos freaks!, yo mismo me sobresalto con mi voz. De alguna manera, vuelvo a la historia en los códigos de la ficción, vuelvo a entrar en la necesaria suspensión de la incredulidad en la que tiene que entrar todo espectador cuando le invitan a entrar a cualquier ficción, gracias a que los personajes, vestidos para la ocasión, ahora han congelado la acción en este momento, dándole al relato su momento de tensión máxima, mirándose, quietos como estatuas, justo antes de la acción definitiva, ella con la daga amenazándole el cuello, y él con la daga punteándole el torso a la altura del ombligo. Hace tiempo que la imagen es el plano general del dormitorio y en el tiempo que la pareja se mira fijamente valoro la potencia de este plano fijo, de izquierda a derecha, ventana cerrada, niños muertos y pareja a punto de hacer un sacrificio marciano. Hacen un gesto con la cabeza, de aprobación mutua, él se clava la daga en el abdomen, se le salen las tripas y se deja caer lentamente hacia adelante, pero sin llegar a contactar con el suelo, puesto que se pisa el kimono con las rodillas y el cuerpo alcanza su curvatura máxima con el tope que le hace el traje en los lumbares, y ella, en vez de seccionarse el cuello, en un movimiento fulgurante, decapita al hombre con su daga. Acto seguido envuelve el cadáver en el plástico y lo saca del apartamento, yo vuelvo a sentarme, desinflado, absorto en el plano fijo que los tres niños muertos convierten en un plano congelado, llega un ruido desde el fuera de campo, es el cierre de la puerta del maletero, después otra vez el vacío hasta que ella vuelve a entrar en escena y les pide a los niños que se levanten, está loca, pienso, lo hace con un gesto que acompaña con un aplauso, no, no está loca, los niños se levantan y se abrazan a la madre en un acto colectivo, no los ha matado, he aquí un giro de guión, pienso, completamente insensible, un giro de guión de la contra película que ella había escrito con la complicidad de sus hijos, en respuesta a la película que quería escenificar el decapitado, de un suicidio colectivo, es solamente una hipótesis, mi hipótesis. Finalmente, se tumban los cuatro en la cama y la madre apaga la luz y yo aprovecho para destrozar la película resultante y los archivos de todas las cámaras.

Al día siguiente, muy temprano, me despertó el timbre de recepción, yo seguía en el cuartucho de control, dormido sobre la mesa de mezclas. Era ella, con la maleta mediana de ruedas. Me traía las llaves. Movió la cabeza en señal de saludo educado. Good morning. Good morning. Sonrió. Goodbye. Goodbye. Metió la maleta en el asiento del copiloto, arrancó el coche y se fue, con los tres niños sentados detrás. Cuando entré en el apartamento para limpiarlo no encontré ni una gota de sangre. Allí no había pasado nada. Y así fue como dejé el Escenario preparado para la siguiente historia.