nº 165 • Abril - Mayo 2015

Espacioluke

balazkez

La Sinfonía Número Tres de Henryk Górecki

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He querido escuchar la Sinfonía Tres de Górecki mientras escribo esta historia en la libreta de notas donde me gusta escribir ficciones, luego el lector sabrá el porqué

de esta elección, pero, de momento, que sirva de banda sonora de la escritura, en la soledad de quien la está redactando, y de la lectura, en la soledad de quien sea que esté ahora al otro lado del texto, recorriendo sus líneas, en las que voy a narrar el hecho extraordinario que viví hace unos años, cuando trabajé de repartidor de prensa por domicilios particulares y bares del barrio de una ciudad cuyo nombre no viene al caso.

El trabajo consistía en salir todas las madrugadas a eso de las cuatro de la central de repartos –cada trabajador tenía una zona asignada de tal manera que a cada uno su labor le ocupase las siguientes cuatro horas– y distribuir los pedidos del día, siguiendo un listado en Excel que se había elaborado previamente en la oficina, debidamente numerado, que incluía el nombre, el domicilio –en este caso, se señalaba si el cliente lo quería en el buzón o en la puerta de casa–, y el periódico o los periódicos asignados, un trabajo que resulta complicado al principio, sobre todo por la gestión de decenas de manojos de llaves que uno tiene que gestionar, pero, una vez superados los primeros escollos, fue coser y cantar –como me ocurría en esas fechas a mí, que llevaba casi un año de servicio–, hasta dejarse llevar por la rutina de conducir a toda hostia la furgoneta a esas horas en las que la ciudad es un lugar fantasma, parar donde marca el guión, dejar la mercancía y seguir adelante quemando rueda, hasta agotar existencias.

La historia comienza un martes cualquiera, cuando subí hasta la puerta del domicilio de uno de los clientes fijos, que siempre pedía el periódico de mayor tirada en la ciudad, y me encontré con el del día anterior sobre el felpudo. No me hubiera llamado la atención de no haber ocurrido lo mismo en los días sucesivos, hasta que llegó el sábado y me encontré todos los periódicos de la semana tal y como yo se los fui dejando en la puerta de su casa. Aquel día estuve a punto de llamar al timbre, pero las horas intempestivas para cualquier persona–calculo, por el lugar que ocupaba en el listado este domicilio, que serían entre las cinco y las cinco y media de la mañana– me echaron para atrás, no obstante, sin saber muy bien a qué obedecía esta acción, puse la oreja en la puerta, y no escuché nada; luego, cuando bajé miré en los buzones y leí, además del nombre titular del listado de clientes, el de una mujer, me llamó la atención que fueran dos, es un matrimonio, pensé, y no sé por qué esa situación me la había imaginado con un solo habitante en aquel domicilio. El domingo deposité el periódico sobre la pila de seis que seguían al pie de la puerta y al bajar me encontré con un joven en el portal, que llegaba borracho a esas horas, le pregunté, ¿sabes quién vive en el primero derecha?, el joven me respondió, despectivamente, dos viejos, y le advertí, llevan una semana sin coger los periódicos, y él me dijo, ah, ni idea… Después de esto pensé, de mañana no pasa, llamaré a la puerta y arreglado, pero no llamé, lo que hice fue dejar el periódico del lunes encima de los otros siete y volví cuando terminé la jornada.

Eran las ocho y veinte de la mañana, una hora razonable para llamar a una puerta cualquiera. Estaba intranquilo, lo reconozco, aunque una cosa así, fuera lo que fuera, ni me iba ni me venía, así que primero llamé al timbre y después toqué suavemente con los nudillos a la puerta, en señal de vecindad, y, lo último que me esperaba –porque, a decir verdad, lo que esperaba es que nadie me abriera la puerta, lo cual me hubiera hecho notificar el asunto a la oficina y desde allí se hubieron encargado del resto–, enseguida un anciano me abrió la puerta. Los nervios me hicieron titubear al principio, las rodillas me temblaban, le pregunté, ¿es usted…?, y le llamé por su nombre, pregunta absurda, lo sé, pero en ese momento me quedé en blanco, sí, me respondió, ¿por qué no ha recogido usted los periódicos que le he traído esta semana?, le pregunté a bocajarro, pensaba que…, y me cortó, pensaba usted que había muerto, bueno, no sé, pensaba que algo raro pasaba, entonces abrió más la puerta y me invitó a entrar en su casa. Le voy a preparar un café, me dijo en el pasillo, ¿café con leche o cortado?, café con leche, y me llevó hasta el salón, allí puso un cedé, me enseñó la portada, con la sombra de una mujer de perfil que tiene las manos en posición de oración, ¿recuerda?, es de la última colección de música que regalaba el periódico que trae usted cada día, ponía Henryk Górecki, Sinfonía Número Tres, ‘Symphony of Sorrowful songs’, ¿sabe lo que significa ‘sorrowful songs’?, no, le respondí, ¡qué importa eso, verdad!, farfulló como para sí y se fue a la cocina.

Empezó a sonar la música, que entonces, cuando la escuché por primera vez, me pareció oscura y triste –ahora, que suena mientras escribo, además de oscura y triste, suena impetuosa y bella–, y mientras, observé los detalles de la estancia, muy grande, con muchos libros, y muebles caros, y sobre una larga mesa, varias fotografías en línea que parecían narrar la historia de una familia a través de hechos extraordinarios, que empezaban con una imagen en blanco y negro de la boda del anciano, continuaba con las bodas de los hijos, con los bautizos y comuniones de los nietos, y terminaba con un retrato austero y actual del matrimonio. Cuando el anciano volvió con los dos cafés, yo tenía esta última fotografía en las manos, la dejé en su sitio y me disculpé por la intromisión, él me dijo que ella estaba en el dormitorio, que apenas la sacaba de allí desde que la diagnosticaron demencia senil hace cuatro años. Nos sentamos en el sillón, quería usted saber por qué no he cogido los periódicos, ¿verdad?, bueno, si usted quiere me cuenta, reconozco que estaba preocupado, le agradezco el café y la atención, no, no, gracias a usted, que se ha preocupado por nosotros, verá, quería poner a prueba a la humanidad, yo le miré con cara de no entender nada –además, la banda sonora dramatizaba el asunto hasta límites insospechados–, y el prosiguió, he puesto sobre la mesa la siguiente pregunta, aquí se detuvo, como para pensarla bien antes de pronunciarla, ¿cuánto tiempo tardaría la humanidad en darse cuenta en el caso de que mi mujer y yo muriéramos?, volvió a callarse, yo tampoco dije nada, y he obtenido una respuesta, la respuesta me la ha dado usted, fíjese, vivimos en un primero sin ascensor, durante esta semana, todos los vecinos han pasado por la puerta, han visto los periódicos acumularse y nadie se ha preocupado. Entonces yo miré hacia las fotografías de la mesa y él se dio cuenta de a dónde quería llegar, y sin dejarme preguntar me respondió que tener hijos y nietos es otra cosa que haberlos criado, nosotros ya no tenemos nada, tampoco nadie ha llamado por teléfono a casa. Me quedé mudo, la situación empezaba a incomodarme, no entendía a dónde me quería llevar el anciano, que se levantó, cogió la primera y última fotografías de la mesa y me dijo, la vida ha sido esto que ha transcurrido entre estos dos momentos, pero la única verdad de la historia es esta, la última, la que representa el momento presente, de mi mujer y de mi, solos, esta fotografía la hice yo mismo, ¿sabe?, quería esto que se ve, esta soledad de dos… Sonaba entonces la voz de la soprano de la primera pieza de la Sinfonía Número Tres de Górecki, y, en fin, me excusé diciéndole que tenía prisa, no era verdad, pero el anciano ya me estaba asustando con el tono que estaba cogiendo la historia. En el pasillo le di las gracias por el café, y, bromeé, justo al tiempo en el que él abrió la puerta y asomaron los periódicos, cójalos a partir de ahora, si no quiere preocuparme, descuide, joven, sentenció, mi mujer y yo ya no estamos para preocupar a nadie, y me dio una palmadita en la espalda, váyase tranquilo.

Al día siguiente, lunes, cuando volví de madrugada, me encontré en la puerta con varias líneas de precinto de la policía, e instintivamente miré la portada del periódico –ese día las prisas no me habían permitido ni pararme a verlas– y leí, en el ante titular, nuevo caso de violencia de género; en el titular, un anciano mata a su mujer y después se suicida; y en el subtitular, los familiares y vecinos del matrimonio no se explican qué pudo pasar por la mente del asesino.