nº 166 • Verano 2015

Espacioluke

Claudia Capel

Jardín poético. VI. Rumor a lila

Las lecturas de la adolescencia son el camino hacia la voz personal, cómo uno talla su música propia en el aire del jardín poético, ese perfume que estará en cada poema, al menos en un verso.

Antes de recorrer la poesía sudamericana, quiero visitar el jardín poético argentino porque es el de mi adolescencia, aquel jardín de cemento y río que es Buenos Aires donde yo leía perfumes que me hacían volar.

La lila de Alejandra Pizarnik y su universo de abismos y tristezas brillantes en la oscuridad:

“Esta lila se deshoja.
Desde sí misma cae
y oculta su antigua sombra.
He de morir de cosas así.”

Ese color lila, local y pequeño (el cemento de Buenos Aires parece lila) que se llama malva o lavanda en otros países, la palabra lila, breve y tan íntima.

El jardín de Borges, que es un laberinto y es el libro, como cuenta Ts’ui Pên en El jardín de senderos que se bifurcan cuando dice una vez: “Me retiro a escribir un libro”. Y otra: “Me retiro a construir un laberinto”. Todos imaginaron dos obras. Nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto. Y el jardín que cuenta el poeta en “El otro, el mismo“:

“Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines.”

En esos versos de un poeta como Borges, austero en emociones, está el amor. Su falta. Esos lentos jardines de la compañía, del sentimiento, de la extraña paz del amor que estira el tiempo y hace mágico el mundo.

Las lecturas de la adolescencia son el camino hacia la voz personal, cómo uno talla su música propia en el aire del jardín poético, ese perfume que estará en cada poema, al menos en un verso.

Mi libro preferido de Cortázar, Salvo el crepúsculo, fuera del mundo del relato y de Rayuela, “con los ojos muy abiertos, el corazón entre las manos y los bolsillos llenos de palomas”. En ese libro leí “la rosa que nos mueve” y la apunté en mis cuadernos, con otros apuntes del corazón. “Cuando la rosa que nos mueve/ cifre los términos del viaje… / habrá un amor que al fin nos lleve/ hasta la barca de pasaje… / Creo que soy porque te invento,/ alquimia de águila en el viento…”

Julio y sus cronopios, que suena a nombre de flor, un ramo de cronopios, los cronopios junto al limonero, y el cronopio/flor que sé de memoria como cada maravilla poética que entra como un relámpago y se clava en el recuerdo:

“Un cronopio encuentra una flor solitaria en medio de los campos. Primero la va a arrancar, pero piensa que es una crueldad inútil y se pone de rodillas a su lado y juega alegremente con la flor, a saber: le acaricia los pétalos, la sopla para que baile, zumba como una abeja, huele su perfume y finalmente se acuesta debajo de la flor y se duerme envuelto en una gran paz. La flor piensa: “es como una flor”.

En Antonio Porchia y su Voces encontré el jardín que necesita dejar de ser individual y secreto, que parece vivir al aire libre pero es tan personal que se cierra y nos encierra a veces: “Si quieres que las flores de tu jardín no mueran, abre tu jardín”. Porchia, el que sabe de las vidas y las muertes: “Vengo de morirme, no de haber nacido. De haber nacido me voy”.

En las vidas anteriores del jardín poético se cultivan la inspiración y el instante, las herramientas del poeta. Los símbolos y la espera.

Esa espera, poética, personal, del tiempo que Alejandra también escribió en lila:
“Hay, en la espera,
un rumor a lila rompiéndose”.