Enero - Febrero 2014

nº 154

Bestiario

José Morella
Blue Jasmine
A mí hay días que me cuesta incluso creer que las cosas materiales sean nuestras. Cuando respiremos por última vez las casas por las que nos hipotecamos o los millones que se acumulan en vida quedarán ahí. Nada es de nadie ...

Cada vez me cuesta más entender los derechos de autor. No quiero decir que sean innecesarios o injustos. De hecho, apenas sé nada del tema. Sólo digo que tengo la sensación, más vívida conforme pasa el tiempo, de que las historias no son de nadie. La especie se las cuenta a sí misma sin pausa. Lleva haciéndolo toda la vida.

En Blue Jasmine, la última de Woody Allen, la mente de la protagonista no puede parar quieta. Jasmine murmura, repite las conversaciones del pasado, discute, se enfada. Habla sola por la calle. Esas voces le hacen un boicot. Necesitamos salir de la propia versión congelada que nuestra mente tiende a proponernos. La diferencia entre esta narración constante de Jasmine y la colectiva de todos nosotros –es decir, la literatura– es que la primera es patológica. Sirve para acallar la verdad última de la muerte. Es un bloqueo protector que acaba desconectándonos de lo real. Una huída. La literatura también es un flujo de narración constante, pero colectivo. Es buena. No sirve para huir. No desconecta, sino que enchufa. Para escribir que sea “auténticamente nuestro” bebemos de cientos, de miles de otras historias que llevamos grabadas en la sangre desde el principio del tiempo. La literatura no nos despista de la muerte: ayuda a vivir. La inteligencia colectiva –el manantial de las historias– es la única inteligencia que existe y todos los cuentos son inevitablemente versiones de otros. Un autor no es más que una correa de transmisión. Yo quiero que me paguen por horas. Los derechos de correa, no de originalidad.

Otra cosa que me hace pensar en la ausencia de autoría real es mi propia fascinación por Internet. Soy adicto. Buceo en la Red para anestesiarme cuando me siento solo. Está plagada de historias reales fascinantes. De perspectivas, de versiones del mundo. Puedes leer en cualquier momento a cualquier persona de cualquier lugar (exceptuando tal vez Corea del Norte). Me encuentro un post anónimo en primera persona sobre cómo se siente un sin techo. Lo traduzco aquí: “Fui un sin techo por un tiempo en Los Ángeles, California. Tenía un coche, así que sólo tenía que encontrar un aparcamiento cada día. Te sientes hecho mierda después de dormir en un coche. Te duelen la espalda y el cuello. Tienes que mear, y lo haces en una botella de plástico, pero para cualquier otra cosa hay que conducir hasta un restaurante de comida rápida. Constantemente te preocupa el hecho de que algún cabrón te rompa una ventanilla para robarte. Tienes que andar ojo avizor las veinticuatro horas, atento a la policía. Por suerte sólo duró un mes, hasta que alguien me dejó dormir en su sofá. Es increíblemente cierto lo difícil que resulta pasar el tiempo. También iba a bibliotecas y a parques, pero nunca tienes ese sentimiento de libertad que consiste en sentarte frente a una tele o un ordenador en un entorno seguro, con una temperatura controlada, donde puedas pillar una cerveza fría de la nevera o calentarte un poco de comida en total privacidad. Estás siempre en público. Incluso en tu coche. Te acechan la ansiedad constante y la paranoia. Igual que cuando tenía que esperar en la calle a que mi hermano terminara el entrenamiento para que me llevara en coche a casa después de la escuela. Tenía que esperarle una hora. Odiaba esperarle. Era horrible ver cómo todo el mundo salía de la escuela y volvía a casa, bromeando y riendo. Me quejaba de ello amargamente a mis padres, pero nada, la escuela estaba a veinte minutos en coche y tenía que esperar a mi hermano sí o sí. Pues bien, durante aquel mes en el que viví en mi coche, cada uno de los minutos del día me sentía como cuando esperaba a mi hermano en la calle. Te vuelves loco, de verdad. Por suerte las drogas me dieron algo de alivio. LSD, maría, metadona, alcohol”.

Con la mitad de la mitad de lo que está posteando este buen hombre da para media docena de guiones cinematográficos brillantes. Una novela también cae por su propio peso. Cormac McCarthy la haría perfecta. Nadie que se base en el post podrá decir que la historia es suya. Ni siquiera su autor (de hecho, él quien menos: no hay derechos de autor para algo que te ha ocurrido de verdad). A mí hay días que me cuesta incluso creer que las cosas materiales sean nuestras. Cuando respiremos por última vez las casas por las que nos hipotecamos o los millones que se acumulan en vida quedarán ahí. Nada es de nadie. Esa es la verdad última del post, y también la razón por la que el sin techo es visto directamente como un proscrito: representa una amenaza. Pero no la amenaza de robar o matar a alguien. Los indigentes, en su inmensa mayoría, no delinquen. La amenaza que representas cuando no tienes ningún dinero es más sutil y más aterradora para los demás: desvelas algún tipo de lejano pero irritante quiebre en las seguridades ajenas. “You have to keep an eye out for cops always!, dice en el original. Temer a todos los policías todo el tiempo. Que nadie te vea. Que tu presencia no haga que nadie se sienta mal. No existas.