ISSN: 1578-8644

LUKE nº 152 - Octubre - Noviembre 2013



Los cazadores

Antonio Tello

Cuento del libro inédito "Voces del fuego"

Seguimos al jaguar herido hasta que el día empezó a curvarse sobre el horizonte y se hizo difícil continuar. Nos detuvimos en un claro y, aprovechando los últimos rayos del sol que se astillaban entre las ramas de los árboles, recogimos leña para encender una hoguera. Nada hacía presagiar que aquella noche iba a transformar mi vida para siempre.

Esa mañana, cuando vimos la bestia bebiendo en el arroyo y nuestros disparos sonaron al unísono, nada sabíamos el uno del otro. Al descubrirnos agazapados en la espesura con el mismo propósito, apenas si cruzamos una mirada de sorpresa, como quien, soñoliento, se mira y reconoce en el espejo, y después nos apresuramos a ir tras el rastro de sangre del jaguar herido. Nos adentramos en el bosque ensimismados en, quizá, las mismas preguntas. ¿Cuál de las balas había herido de muerte al animal? ¿Quién de los dos tenía derecho a la presa? ¿Quién se llevaría el honor de ser el cazador del último jaguar?

Encendimos el fuego y nos guarecimos dentro de su cerco luminoso dispuestos a pasar la noche vigilantes. Siempre en silencio, comimos unas frutas que habíamos recogido durante el día y nos quedamos absortos mirando las llamas que se elevaban como un cono encrestado. Ninguno de los dos quería dormir. Yo tenía mi fusil a mano y abierta la vaina del cuchillo y él, como un reflejo especular, había hecho lo mismo. De tanto en tanto echábamos un leño al fuego y veíamos cómo las llamas se alteraban con un grillar de almas atormentadas. Supe que el temor se había instalado entre nosotros y que pasaríamos la noche en vela. Fue entonces cuando algo nos alertó y, por unos momentos, nos alió. Antes que un crujir de hojas secas o un andar de pasos leves fue un rumor repentino que nació de la noche y empezó a correr como corre el ruido subterráneo de un sismo y que, dicen, sólo los animales perciben. Las ondas de la acechanza llegaron hasta el borde de la luz de la hoguera y quedaron en suspenso. Oímos el siseo de un reptil adentrándose en la floresta y el vuelo de un pájaro alejándose entre los árboles. Apuntamos hacia la oscuridad.

No disparen, dijo alguien.

Enseguida un hombre alto salió de las sombras, se adelantó con pasos felinos y, antes de que bajáramos las armas, dejó una brazada de leña junto al fuego sentándose ignorando nuestro estupor. Creo que pasaron varios segundos antes de que los rasgos de su cara distorsionados por las llamas volvieran a acomodarse en la apariencia humana.

Soy el guardabosque, dijo sacando una cantimplora y, tras beber tres o cuatro tragos, añadió. Esta mañana, muy temprano, topé con un jaguar resabiado que parecía ir huyendo.

¿Iba herido?, atinó a preguntar el otro con voz indiferente.

No lo sé…

¿Y por qué dice que parecía ir huyendo?, había un matiz de desconfianza en el tono del otro.

Porque me atacó y siguió de largo, como si tuviera prisa, dijo señalándose el hombro que, entonces, vimos herido.

¡Ah!

Durante todo el día lo he seguido hasta aquí.

¿Hasta aquí?

Sí, hasta que caí agotado, pues la herida no ha dejado de sangrar.

Entonces hemos seguido el rastro de tu sangre y no la del jaguar como creíamos, dije decepcionado.

Quizá mi sangre y la del jaguar no sean distintas, contestó con una sonrisa enigmática.

No sé si fueron sus palabras o el brillo de malicia de sus ojos lo que me provocó un escalofrío y busqué instintivamente el cuchillo. Por el rabillo del ojo vi que el otro cazador había hecho lo mismo casi de modo reflejo. El guardabosque simuló no vernos y se echó a reír al tiempo que añadía leña a la hoguera. Apenas lo hizo, saltaron chispas hacia todos lados y los troncos dejaron caer escamas ardientes que alargaron las llamas al cielo dejando tras de sí un fragoroso rumor de materia que se extingue.

Si hasta el declinar de la tarde me había tenido que cuidar de mi casual compañero de caza, ahora también debía hacerlo de aquel guardabosque a quien ni la herida ni el cansancio, a pesar de lo que él decía, parecían abatir. Ese hombre de ojos alertas que ahora mantenía la mirada fija en el gaseoso irse de la hoguera. No debía ceder ni al sueño ni al hipnotismo del fuego, como tampoco lo quería el otro cazador, que resistía a duras penas la atracción de ambos.

Callamos y las sombras se hicieron más densas e incorruptibles. El bosque se quedó sin voz y las ramas de los árboles se sacudieron airadas contra aquel mutismo hasta que una fuerza invisible las sosegó y la quietud fue absoluta. También pleno hubiese sido el silencio, pero el fuego con su crepitar parecía fraguar antes que las fugaces formas de las llamas los leves signos de una lengua. La oculta lengua elemental que preserva las historias de los seres que han sido y serán en el mundo. El tiempo, hasta entonces comprimido por la naturaleza del bosque, pareció expandirse adherido al cuerpo de las llamas y con él el discurrir más diáfano de todo ser o acontecer. De pronto, apenas adentrado en el corazón del fuego, lo que un minuto antes me era caótico y confuso ahora me resultaba comprensible. Como quien se ha elevado y ve, desde la altura, en un vasto mapa, las líneas de un dibujo desconocido para los habitantes de ese territorio. Así, el movimiento y el sonido del fuego fueron haciéndose más lentos, más nítidos y precisos; los estallidos de las chispas y el fragor de las llamas convirtiéndose en un vasto e hipnótico coro, cuyas voces podía discernir y escuchar como si todo mi cuerpo tuviera la facultad de comprender el lenguaje de las cosas, como si hacia el amanecer las llamas de la hoguera se fueron extinguiendo y con ellas las voces del fuego. Algunos tizones ardían somnolientos bajo un párpado de ceniza que, en complicidad con la boira matutina, también cubría y agrisaba el bosque. En eso sonó un disparo y, como un eco desordenado, le siguió un revuelo de aves invisibles. Luego todo calló y, en medio de un silencio tan espeso como la niebla que nos rodeaba, sólo oía mi respiración agitada, como si acabara de luchar o de correr, persiguiendo o huyendo de algo o de alguien. Tenía los músculos agarrotados e instintivamente deseé que nada de lo que entonces acontecía fuese realidad cuando vi, tirado frente a mí y encanecido por las cenizas del rescoldo de la hoguera, el cuerpo muerto del otro cazador. Al verlo allí, para siempre exiliado, me embargó un extraño sentimiento de orfandad. Alcé la vista y, un poco más allá, el guardabosque me miraba sorprendido. Parecía esperar que otro disparo acabara con su vida o la mía, pero algo me decía que esa duda me pertenecía sólo a mí. En sus ojos, que brillaban como ascuas, no podía discernir si había temor o furia, pero sí ver que él sabía lo que había ocurrido y lo que ocurriría. Lo que estaba ocurriendo. Tal vez leyó mi pensamiento, pues sonrió con malicia mientras permanecía inmóvil y tenso como dispuesto a abalanzarse sobre mí o a huir al interior del bosque. Le apunté. Sabía que el disparo no me había despertado ni arrancado de la ensoñación del fuego y traté de recordar lo sucedido, pero la memoria parecía anegarse en una sensación oscura. No recordaba haber disparado antes y dado muerte al otro cazador, pero era yo quien sostenía el arma alzada con el índice en el gatillo. Entonces de nuevo corrió por mi cuerpo un impulso ajeno y conocido que me hizo disparar sobre el guardabosque como el día anterior lo había hecho sobre el jaguar. Tras el disparo vi caer al hombre hacia atrás con un aullido de dolor y luego desaparecer en la espesura con felina agilidad. Desde entonces, ignoro cuántos años hace, sigo su equívoco rastro de sangre hasta que llega el atardecer y, huérfano de toda compañía, enciendo una hoguera en un claro del bosque.