ISSN: 1578-8644

LUKE nº 152 - Octubre - Noviembre 2013



Los solitarios aman las duchas largas

Francisco Taboada

No aconsejo a nadie encontrarse en una situación tan comprometida, ni aunque sea involuntariamente. Había que ver la cara del encargado del vertedero cuando se acercó a mí, o sea, al desgraciado que intentaba no morirse de evacuación generalizada ...

Junto al vertedero los gitanos, como gaviotas diligentes, le rascan el último alimento a los electrodomésticos: una tira de hierro, un fideo de cobre, un kilo más de chatarra para todos esos estómagos que se adivinan en sus gestos. Cuando llega un coche o una furgoneta, le echan un vistazo a su interior, y preguntan con una reverencia de cabeza al conductor si lleva algo que sirva para algo, Jefe, o Señora, si es mujer. El coche verde oscuro que acaba de llegar no se detiene ante los gitanos porque sólo lleva sacos de plástico cargados de hierba, nada útil. Va muy rápido, cogiendo los baches de la carretera con naturalidad, como guiado por un torpe. Pega un volantazo, entra en el Punto Limpio, acelera y se dirige al contenedor de residuos vegetales. Frena en seco. Del interior del coche sale corriendo un tipo frenético, con una gastroenteritis muy poco edificante. El viaje de cinco kilómetros con medio coche lleno de hierba, que llevaba fermentando tres semanas en la puerta del garaje, le ha revuelto el estómago, y a las ganas incontenibles de cagarse por las patas abajo le ha añadido la necesidad de vomitar inmediatamente. Ahora mismo. El hombre busca con desesperación y su mirada se detiene en una pila de inodoros agrupados en una esquina. Corre con las piernas apretadas, como si fuera metido en una falda de tubo. Lleva una mano en la boca, la otra en la tripa. Según corre, se va soltando el cinturón. Consigue bajarse los pantalones y los calzoncillos a medio metro del inodoro más cercano. Comienza a girarse en el aire, se gira, y casi consigue sentarse en la taza a tiempo. Le faltan un palmo y medio, de modo que defeca en dispersión. Correcto, dentro de los márgenes de la loza, pero poco artístico. Los jueces le darían un siete, o un siete y medio. Quizá un siete porque una vez sentado, mientras se sujeta la ropa para que no se le manche, se relaja, y pierde el control del vómito. Entonces evacúa, también, por la boca; eso sí, un chorro único, certero, curvado y alejado del desastre. Es un asco y una mierda, pero, dentro de lo que cabe, podría haber sido peor. O eso al menos pensé yo. Porque el tipo que caga y que vomita en esta escena soy yo mismo, y si hablo en tercera persona es por vergüenza. Pero me sucedió a mí.

No aconsejo a nadie encontrarse en una situación tan comprometida, ni aunque sea involuntariamente. Había que ver la cara del encargado del vertedero cuando se acercó a mí, o sea, al desgraciado que intentaba no morirse de evacuación generalizada. La escena era tan asquerosa que el hombre no sabía cómo actuar.

—¡Joder, tío, pero qué haces!

Yo estoy sentado, mareado, entre chispas, babas, bilis, y en la más completa indefensión. El encargado dice algo de cagar en mi puta casa y de la madre que me parió. Consigo girar la cabeza y mirarle, entre arcadas. Vomito otro poquito, como de broma. Suelto un pedo líquido. El encargado empieza a cabrearse porque toda aquella mierda le va a tocar limpiarla a él y va en busca de la manguera, enrollada en un costado del cobertizo. Mientras lo hace, los gitanos entran en el Punto Limpio. Lo han visto todo desde su atalaya chatarrera. Un gitano viejo, con más arrugas que el tiempo, se acerca a mí, saluda con la cabeza y me entrega un rollo de papel higiénico. Con flores. De Colhogar. También deja sobre la tapa de un inodoro a mi alcance, un puñado de sobres metálicos de propaganda con colonias y pañuelos aromáticos. Luego me da la espalda, a modo de cortina, y de paso se interpone en el camino del encargado, que ya se me viene encima con su manguera agresiva a toda presión. El gitano viejo hace un gesto con la mano y un gitano joven corta el agua de la manguera.

—El hombre está descompuesto —dice el gitano viejo.

—Pues lo limpias tú. Por meterte.

El gitano viejo acepta con una sonrisa amarga. Mientras tanto el hombre que caga y que vomita consigue reponerse. Se limpia a conciencia. Se perfuma. Se aleja de aquella guarrería. Y se siente agradecido cuando el gitano viejo corta su agradecimiento negando con la mano. Indicándole que se marche.

—Gracias —le digo.

Los gitanos arrastran la taza de váter hasta el sumidero que hay en una esquina y le dan un buen manguerazo. El encargado del vertedero me ayuda a descargar la hierba. En realidad lo hace él solo. Yo intento aguantar en pie. De vez en cuando, con rencor, el hombre mira de reojo a los gitanos y masculla. Ellos están allí porque él les deja. Enfrentarse a él en grupo no ha sido buena idea. Él manda allí. Tendrán que venir otros gitanos, pero no ésos. Masculla. Entre los dientes.

Cuando me marché del vertedero, los gitanos ya no estaban. Me fui a casa y me di la ducha más larga que recuerdo. Me costó mucho quitarme de encima aquel olor asqueroso. Como no me sentía con fuerzas para llegar hasta Urgencias, llamé por teléfono, vino un médico a verme y me puso una inyección para cortar radicalmente la gastroenteritis. Qué apuro.

foto: Paula Arranz