ISSN: 1578-8644

LUKE nº 152 - Octubre - Noviembre 2013



Bestiario

José Morella

En realidad, la película habla –como todas– del presente, no del futuro. Nosotros también hemos dejado, en cierto modo, de caminar. Vivimos como si estuviéramos montados en una moto de la que no es posible bajar ...

Hace unos meses vi con mis sobrinos la película Wall-E, perversa en lo fundamental: Pixar está vinculada a Apple, una empresa que crea toneladas de basura tecnológica innecesaria, y tienen la santa cara dura de hacer una obra maestra sobre lo feo que está acumular basura tecnológica. De todos modos, los guionistas están muy bien pagados y se nota. Como película es casi perfecta. Habla de un futuro en el que la gente está forzada a vivir fuera de la Tierra, en una gran nave espacial. No queda vegetación ni oxígeno en el planeta. Los humanos son gordísimos y se mueven en unos vehículos individuales que vuelan. Cuando por algún motivo se caen de sus vespas volantes, no saben caminar. Tienen los músculos atrofiados. Han perdido, como especie, la capacidad de mantenerse erguidos.

En realidad, la película habla –como todas– del presente, no del futuro. Nosotros también hemos dejado, en cierto modo, de caminar. Vivimos como si estuviéramos montados en una moto de la que no es posible bajar. Hace tanto tiempo que estamos sobre ella, que hemos olvidado que existe. Creemos que es parte de nuestro cuerpo. Otros se nos cruzan a toda velocidad. Alguno frena un poco para hablar con nosotros, pero por culpa de la inercia y de un intuitivo terror por detenernos –como si fuéramos a explotar al pararnos–, la conversación se da de una manera torpe, a trompicones. Con mucha confusión, con dureza, con demasiado ímpetu. Después de esas conversaciones nos sentimos más solos que si jamás las hubiéramos tenido. Ya no hay tiempo de mirar a los ojos a nadie.

Creemos que eso es la vida. Hemos olvidado que era otra cosa. A veces nos cruzamos con gente que va a pie, pero vamos tan rápido y nuestra atención es tan frágil que apenas vemos borrones. Los confundimos con fauna urbana, con palomas o gatos callejeros.

La única salida es cruzarse milagrosamente con alguien o algo que consiga que dejemos de correr el tiempo suficiente como para comunicarnos (y hacernos creer) que esa pieza enorme y metálica que llevamos entre las piernas es una moto, y que es posible bajarse. Si esa pequeña posibilidad se da y nos bajamos, sentiremos un gran shock. Inadaptación, poca costumbre, impotencia, lentitud. Sentiremos que ya no estamos seguros de qué terreno ocupamos en el mundo, qué suelo pisamos. Cómo caminar. Cómo soportar lo real, lo que está cuando para la mente. Porque la moto es nuestra mente que anhela sin pausa y evita lo real. Sobre todas las cosas, y mucho más intensa que las otras, aparecerá la impaciencia. Empezará un camino difícil, duro. Ahora veremos de todo. Cosas increíbles, cosas que no podíamos ni imaginar. Nos miraremos durante veinte segundos a un espejo y quedaremos boquiabiertos, fascinados, aterrorizados. Hasta que nos acostumbremos.

Luego, el espejo nos atrapará durante horas, pero el miedo se habrá ido. Miraremos un árbol y eso nos obligará a repasar toda nuestra vida. Nos acercaremos a tocarle la corteza y ahí, con las dos manos en el tronco y, perniabiertos como cuando la policía detiene a alguien en una película americana, se transformará nuestra existencia entera. Como los humanos de Wall-E, podremos volver a empezar. Si esa pequeña posibilidad se da.