ISSN: 1578-8644

LUKE nº 147 - Marzo 2013



Bestiario

José Morella

El trabajo se ha colado en nuestra vida como “lo que somos”. Nos da identidad. Cuando un operario de los años 20 salía de una fábrica se olvidaba por completo de ella. Separaba su persona del trabajo que hacía. Ahora es más difícil ...

No recuerdo dónde, pero hace poco he leído que nos resulta mucho más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Asustador, ¿no? Me vino a la cabeza una expresión que me molesta mucho y que indica lo incrustado que está el capitalismo en nuestra mentalidad: la “marca España”. En principio parecería contraproducente que quien quiere agrandar cierta idea de país use ese deslizamiento semántico: una marca no es nada. Humo. Un puñadito de gente trabajando para conseguir que nuestra mente vincule un bolso, un cinturón, un coche o una crema de afeitar con ciertas ideas narcisistas y frívolas. Se fomenta el divismo y la comparación entre personas. Una competitividad que se nutre de nuestras carencias, de nuestros sentimientos de ser inadecuados, inferiores o superiores a otros. Ponte este perfume y las mujeres se te caerán rendidas. Compra este yogur -pero no te lo comas, no hace falta ni que te lo comas- y serás tan sexualmente irresistible como la mamá del anuncio: todos los hombres se volverán niños a tu paso. Nos tratan como a lerdos. Las mismas empresas, encima, nos esconden la verdad. El sector de la alimentación, por ejemplo, no quiere que sepas cómo viven los animales de los que extrae sus mejunjes comestibles. En un anuncio de joyas no verás a los que se meten bajo tierra para buscar la materia prima. Así pues, parecería más o menos obvio que una marca es algo demasiado burdo, demasiado fácil de ver y de desenmascarar. Si un país es una marca, es evidente que hay muchas otras marcas, y del mismo modo que elijo un perfume y no otro, la marca España puede también no gustarme. España (o Canadá o Marruecos o Galicia o cualquier otro sitio) queda, a mis ojos, más arbitrario que nunca, menos real, más ficticio, si se le apellida «marca». Pero esto no se reduce a los países: las personas también son vistas como marcas. Hay escritores o cocineros que son marcas de sí mismos. En realidad hoy todos estamos llamados a vendernos, a gustar, a complacer. Estamos todo el día, de algún modo, trabajando para ello. Esforzándonos por reforzar nuestra marca. Mucho más de ocho horas al día. No hay momento en el que no sea posible hacerlo. Posteamos el link de nuestro trabajo en facebook y twitter. Noche y día. Podemos actualizar nuestro perfil cada cuarto de hora. En el baño, en el metro, mientras comemos con nuestra familia. No hay descanso. Franco Berardi, Bifo, el filósofo y activista italiano, lo explica muy bien: el post-fordismo ha supuesto un cambio de paradigma. El trabajo ha dejado de consistir en la explotación de nuestros cuerpos (el sudor de nuestra frente, nuestros brazos, nuestro movimiento alrededor de cadenas de montaje) para pasar a ser la explotación de nuestra creatividad. Ya no se producen bienes de consumo, sino subjetividades. Nosotros mismos, nuestra mentalidad de consumidores, es lo que el mercado crea. Estamos en una fase en la que apenas son necesarios más objetos materiales. Hace ya mucho tiempo que se nos anima a comprar cosas que no necesitamos. Pero el problema es que incluso comprando infinidad de memeces y renovándolas a menudo, la economía está colapsando. Vivimos, según Berardi, en una «fábrica de infelicidad»: un sistema que genera psicopatologías en nosotros como forma de control. Seguimos trabajando sólo por una necesidad política (de otros), y esa necesidad es clara: nuestra docilidad. Lo que se produce, pues, es una subjetividad dócil que consuma sin pensar. Hoy en día un arquitecto, un profesor, un escritor o un programador informático consideran su trabajo una parte esencial de su identidad, y están online todas las horas del día desde su móvil o su portátil. Haciendo marca de sí mismos, trabajando. Ganándose el primer premio en este absurdo campeonato de productividad febril de elementos semióticos, de conceptos nuevos, de apps, de ideas. El trabajo se ha colado en nuestra vida como “lo que somos”. Nos da identidad. Cuando un operario de los años 20 salía de una fábrica se olvidaba por completo de ella. Separaba su persona del trabajo que hacía. Ahora es más difícil. La productividad está mucho menos definida que antes, es algo más gaseoso, un terreno que no se acaba nunca. Abstracto. Un avance tecnológico para mejorar cirugías de precisión, un guión de televisión, una campaña publicitaria, una novela. Somos esclavos que nos decimos que nos gusta serlo. Todo para ser visibles, para tener éxito. Me gusta mi trabajo, decimos sin estar seguros de lo que significa. Me gusta, sí, me apasiona. Me gusta mi país. Me gusta mi marca.

La única forma de cambiar esta dinámica, según Berardi, es la creación de singularidades en las que volvamos a la calle o a la montaña y pasemos tiempo juntos haciendo cosas. Reventando la lógica del sistema. Inventar formas alternativas de existencia. Volver a encontrar la identidad personal en la felicidad colectiva, que es la única verdadera y no tiene absolutamente nada que ver con intensidad espectral que nos venden las marcas. La felicidad solitaria no existe, cuándo vamos a entenderlo.