ISSN: 1578-8644

LUKE nº 150 - Verano 2013



El desertor en pena

Antonio Tello

En pos de la fabulosa ciudad, que los nativos se empeñan en llamar Urumpta, del amor de la hermosa Isabel, hija de Hernandarias, y cuentan que también en pos de un título de nobleza, partió don Gerónimo Luys rumbo a la Cruz del Sur, con la venia del virrey Esquilache ...

A Juan Filloy
«...poco se supo de esta comarca siempre abatida por la erosión de la tierra y de las almas.»
J.F., Urumpta

Aunque sabía que mis perseguidores continuaban detrás de mí, dejé que el caballo pastara junto a las osamentas de una pobre bestia y su jinete. De pronto, la tierra que tanto conocía me era extraña. El paisaje de la memoria no se correspondía con ese vasto territorio facultado de horizontes adonde me había arrastrado el sueño de don Gerónimo Luys de Cabrera.

El nieto del fundador de Córdoba La Llana de la Nueva Andalucía concibió la aventura de conquistar la Ciudad de los Césares, en los confines del Sur, al pie de los Andes patagónicos. Los afanes del amor y la gloria inspiraron al capitán la ilusión de apropiarse de la rica urbe construida en mármol, oro y plata y empedradas sus calles con topacios, esmeraldas, rubíes, diamantes y aguamarinas. Tantas eran las riquezas que incandescían a los hombres que decían haberlas visto, que ninguno refería si alguien vivía o no en la mítica ciudad. Ni siquiera Hernando Arias de Saavedra, nombrado Hernandarias, aquel que confirmó su existencia, si bien nunca cruzó la puerta de la Trapalanda, pues los que lo hacían no regresaban jamás.

En pos de la fabulosa ciudad, que los nativos se empeñan en llamar Urumpta, del amor de la hermosa Isabel, hija de Hernandarias, y cuentan que también en pos de un título de nobleza, partió don Gerónimo Luys rumbo a la Cruz del Sur, con la venia del virrey Esquilache.

Una luenga vermícula de cinco leguas articulada de soldados, sastres, escribas, curas y familias hidalgas; de ganados bovino, ovino y caballar y carretas cargadas de vituallas y de paño de Quito, Londres y Portoalegre, tafetán de Castilla y México, delicada holanda, pelmilla y adarmes de oro fino, constituía la ampulosa ambición de asentamiento.

Al cabo de un año de infructuosa búsqueda, el desaliento y las penurias, la soledad y la incertidumbre y el acoso de las enfermedades y de los indios fueron menguando la caravana. Disputas insignificantes al principio y conatos de motines después, precedieron las deserciones y complicaron la vida de la expedición, que por entonces avanzaba apenas sostenida por el débil aliento de un sueño.

De un modo casi imperceptible, los recuerdos familiares y la añoranza me fueron ahogando y en las noches comenzaron a asaltarme visiones de ciudades ignotas, abigarradas y crueles. Tan vívidas eran estas visiones, tan equívoco el trazado de sus calles que no sólo llegué a creer que pertenecían a una misma ciudad maligna, sino que eran una distorsión del sueño de don Gerónimo Luys.

Al final de uno de esos días de desconcierto, una súbita desesperación me comprometió en una querella con un sargento que había guerreado contra diaguitas y calchaquíes. Todos estaban deseosos de violencia y tal vez por eso ninguno se interpuso entre nosotros. El sar-gento era un extremeño cazurro, hábil con la alabarda, pero no tanto con la espada. Así que me bastaron unas pocas acometidas para abreviarle la vida. Deserté.

Durante muchas jornadas cabalgué huyendo de la partida que salió por mí. Durante muchas jornadas he galopado a campo traviesa por la dudosa región de la Trapalanda, situada por algunos en ese vasto territorio que hay entre los ríos Cuarto y Quinto que cursan la llanura. Y siempre sobre mis huellas, la polvareda que levantan mis perseguidores. Aun cuando no distingo sus presencias, sé que están detrás de mí. De día retumban los cascos de sus caballos y de noche sisean sus pasos entre los pajonales, como un insidioso apremio del trastornado sueño de don Gerónimo Luys.

Ciertos atardeceres, cuando el sol declina y en el aire sólo permanece un tembloroso resplandor, me detengo en un altozano y suelo divisar, aunque nuestros rumbos son diferentes, el errático andar de ese gusano de greda en suspensión que es la caravana. Entonces, el viento levanta franjas de polvo inferidas por los gritos secos de los sedientos y los mugidos agónicos de alguna vaca. Después, las corrientes se llevan esas hilachas de aire y queda el silencio. Entristecido por la visión, encaro enseguida alguno de los muchos senderos fraguados por los matorrales, por el oculto tembladeral, por la grieta donde vive la sabandija, por la boca de una vizcachera o el trajinar del indio.

Un día cualquiera, un gigantesco malón de indios pampas cruzó el desierto. La tierra temblaba al paso del salvaje y de miles de cabezas vacunas, producto del latrocinio. El profundo tropel rodaba con la prepotencia del trueno sofocando los gritos indios y los alaridos de las cautivas. Las pobres mujeres, con sus rostros desencajados, perfilaban con sus melenas el mismo flamear que las clinas de sus captores, contra el paisaje turbio de la tarde final. Tras de sí los pampas incendiaron los campos y las llamas alimentadas por la sed crecieron devorando la llanura.

Aquéllos fueron días de resplandores violentos y cielos convulsos. Mientras los pajonales y matojos resecos se consumían, cuanto animal y alimaña habitaba en el desierto huía despavorido a favor del viento, cu-yas lenguas de aire incendiado chamuscaban cueros y plumajes, corrían y se arremolinaban impregnadas de humo y olores ácidos. Las bestias, con el instinto aturdido, buscaban las lagunas y las aguadas para salvarse de la muerte.

La glotonería del fuego duró hasta que la lluvia aplacó su deseo y la tierra ofreció el espectáculo de su piel lacerada y humeante. En esos días abrasados menudearon los espejismos, y en una ocasión alcancé a ver un chasqui a lo lejos. Alcé el brazo a modo de saludo y como no contestó me lancé al galope tras la sombra del jinete y su caballo. Poco antes del anochecer, se desvaneció en un recodo invisible frustrando mis ansias de compañía.

Aquella galopada inútil me dejó tan solo que los bosquecillos de churques y espinillos se me aparecieron como matorrales de silencio dispersos sobre un silencio más hondo e inalterable. Y así fue, cuando cercado por la soledad, que ellos, que prendían el fuego de su acampada para que yo supiera que estaban allí, cometieron la malicia de encender varios fuegos en la intemperie. Aunque ignoro la hora exacta, pues las nubes cubrían el cielo, sé que fue al despuntar del primer sueño cuando percibí, en la humedad púbica de la tierra, los pasos de la trama sobre el arenal. Y al alzar la cabeza sobre los pastos, los fuegos saltaban de un lado a otro en una danza diabólica que hizo relinchar de miedo mi caballo. A duras penas lo calmé prendiendo un fuego y luego otro y otro hasta que volví a dormirme protegido por la confusión.

Después de este sucedido tuve conciencia de que no era más que un punto ínfimo de esa llanura sin objeciones. Pensé en mis perseguidores. El mismo afán, la misma pena nos justificaba. En la lejanía cada vez más huera de sentimientos fui creciendo poco a poco y al llegar a la tapera, que había sido el rancho donde viví con mi familia, recobré mi estatura.

Detrás de los adobes gastados por el tiempo y la ruina busqué cobijo y al punto la noche se apropió de mi sombra. Dormí abandonado a la visión del cielo, donde mi caballo resoplaba, corría y pastaba entre las estrellas. Imaginé que soñaba y que oía las voces de los seres queridos que habitaron el rancho, los gemidos del amor y también el correteo nocturno del zorro por el gallinero inexistente. El olor de las sombras de mis perseguidores me despertó al alba y desenvainé la espada. Presentí que atacarían enseguida, pero amaneció y sólo descubrí sus huellas en el patio.

Cabalgué durante todo el día excitado por la proximidad del encuentro y creo que le contagié el desasosiego al caballo, que cabeceaba de un lado a otro olfateando las aguadas. Al llegar la tarde, exhausto de horas y contradicciones, sofrené el animal. Frente a mí ascendían al cielo unos enormes médanos y su densidad de tierra cubría la llanura espolvoreando una niebla marrón que mastiqué no sin temor. Aquella mole de guadal se desplazaba amenazadora como una oscura premonición. Mas no fue el miedo lo que me detuvo, sino el asombro. En la hondonada reciente, la greda había dejado al descubierto una espada ganada por la herrumbre y la puerta lítica de la Trapalanda. Aquella que franqueaba el paso a la Ciudad de los Césares.

No la atravesé y en unos totorales cercanos hice noche.

Por la madrugada mis perseguidores me atacaron. No sé cuántos eran, salvo que eran muchos. En esa hora gris, cuando el frío de la tierra es parte del cuerpo, escuché el subrepticio viboreo de los pasos entre las totoras y al primero que saltó lo ensarté abortando su grito de muerte. Después, la pampa constató el vuelo de una bandada de patos, la risa del chajá y el alboroto de los teros alertados por la textura muelle de la agre-sión, por el regurgitar de las maldiciones y los estertores últimos.

Herido en el vientre, retrocedí hasta mi caballo y al montar perdí la espada. Atravesado en la montura como un augurio de mal agüero, traspuse la puerta de la Ciudad y galopé hasta que la bestia desfogada rodó sobre el guadal bufando espumarajos, virando los ojos al sol abierto en mil anillos ardientes, aquí, donde hemos caído. Donde, en este penar de ánimas, tropezamos con nuestras osamentas.

© Victor Outomuro