ISSN: 1578-8644

LUKE nº 150 - Verano 2013



Tres coches y una idea fija.

Francisco Taboada

Un chorizo de mierda que había aprovechado que estábamos socorriendo a un anciano para desvalijarnos los coches. Fran salió tras Agustín, y Alejandro y yo nos encargamos de subir al anciano hasta el borde de la carretera ...

Llegábamos tarde a la boda. Íbamos por una carretera local tres coches, casi pegados, a velocidad de retirada de carnet. Nos habíamos entretenido en el bar anterior discutiendo sobre asuntos vegetales de vital importancia. Alejandro, el novio, justificaba el exceso de platos verdes en el menú nupcial porque se confesaba vegetariano vocacional, o sea, comía carne pero, si pudiera, lo dejaría; y lo iba dejando poco a poco, como quien se quita un par de cigarrillos al mes esperando engañar al vicio. No sonaba consistente, y menos en un día tan memorable. Le recordamos que en las bodas la ingesta de alcohol es masiva, son una disculpa social para el desenfreno, y es conveniente añadir proteína bruta para prevenir incendios interiores y otros numeritos que, inevitablemente, van a ser grabados en vídeo. Vídeo vergonzoso familiar. Los experimentos se hacen otro día, pero no ése, se lo dijimos, pero Alejandro es tozudo y, antes de reconocer su error, intentó escurrir el bulto y afirmó que el menú había sido consensuado con Estrella, nuestra hermana, la pequeña, su mujer antes de una hora. Nos mosqueamos, claro, hubo cejas arqueadas, músculos tensos y miradas preventivas. Era una cobardía inapropiada para un héroe el día de su boda, los tres hermanos nos pusimos en guardia y por nuestras cabezas pasó la posibilidad de impedirla, imposible, pero sí de convertirla en una carrera de obstáculos a partir de ese momento. Fran dilató la conversación con un ejemplo ilustrativo que tardó mucho en ilustrar, sobre el sexo y las lechugas, Agustín reforzó la argumentación con una pretendida defensa vegetal que consideraba el cordero como una prolongación biológica de la hierba y yo rematé la cuestión afirmando que si la Naturaleza fuera sabia no habría permitido que el ser humano se adueñara del planeta. Alejandro se puso nervioso y no dejaba de mirar el reloj, por ser tan capullo y escudarse en Estrella nos habíamos comido delante de sus narices veinte minutos. Faltaban diez para la hora fijada y nos encontrábamos a cinco kilómetros de la capilla desacralizada reconvertida en restaurante donde se celebraba la ceremonia. No estábamos bebidos. Pero teníamos un toque. Yo mismo encabezaba la marcha frenética cuando ocurrió el accidente.

Era un coche eléctrico de dos plazas que parecía un juguete, color pistacho claro. Cuando lo vi, estaba doblando el final de una curva muy abierta en la que nosotros acabábamos de entrar a todo trote. La visibilidad era completa. Noté que el cochecito no seguía una trayectoria coherente y acto seguido, con total naturalidad, dio un bandazo, se cambió de carril, regresó al suyo y se cayó por el terraplén. Sin más, no se escuchó ningún ruido. Inmediatamente pisé el freno, para avisar a los de detrás, luego frené, marqué el intermitente a la derecha, y nos detuvimos en la cuneta, cerca del lugar por donde había desaparecido el coche. Salimos corriendo, nos acercamos al terraplén, había una caída importante. El cochecito estaba volcado quince metros más abajo, en un repecho, entre dos pinos, con las ruedecillas todavía girando y el conductor tirado como un trapo sobre el techo de la cabina. Parecía un anciano. Lástima de traje, dijo Fran, y nos lanzamos los cuatro al terraplén.

Desde arriba no parecía tan empinado y acabamos arrastrando el culo por el suelo. El anciano estaba recuperando la consciencia cuando llegamos a su lado. Parecía encontrarse bien. Salió del coche casi sin ayuda pero, al ver el desastre, mencionó a su hija, que lo iba a matar, y perdió el conocimiento. Agustín llamó por el móvil a urgencias. Como la movida podía ser gorda, con cuerdas y camilla y collarines cervicales, no le dimos más vueltas y comenzamos a subir al anciano por el terraplén. Fran y Agustín se encargaban de los brazos, yo de las piernas, y Alejandro iba en cabeza tirando del cuello de la camisa. Fran no había desistido de fastidiarle, y puso en duda su fuerza física de vegetariano vocacional. Alejandro se defendió mencionando al tenista Ivan Lendel, que sólo al volverse vegetariano conquistó la gloria, pero yo les recordé a ambos que perdían las fuerzas hablando y subimos casi hasta arriba en silencio y bien coordinados. A dos metros de la carretera, Agustín soltó al anciano y echó a correr. Siempre tan previsor, se había quitado la chaqueta al salir de su coche y ahora acababa de verla pasar volando. Con un tipo que se la llevaba. Un chorizo de mierda que había aprovechado que estábamos socorriendo a un anciano para desvalijarnos los coches. Fran salió tras Agustín, y Alejandro y yo nos encargamos de subir al anciano hasta el borde de la carretera.

El chorizo había aparcado a veinte metros de nosotros, pero no dejó el motor en marcha para no alertarnos y, mientras intentaba arrancarlo, Agustín logró echarle mano. Lo sacó del coche, le arreó un guantazo, y cuando llegó Fran le calentaron un poco. Cuando llegamos Alejandro y yo, lo tenían muy pacífico sentado en el suelo contra la rueda del coche. Se escuchó a lo lejos una ambulancia. Bastante teníamos con el accidente como para añadir una denuncia a la policía. Aquel tipo no pasaría ni una noche entre rejas por un simple intento de robo. Agustín sacó de un bolsillo de la chaqueta que había estado a punto de ser robada la cajita con los anillos de los novios, y se la mostró a Alejandro. Fran añadió que una denuncia, ahora, podía romperle por la mitad su viaje de novios. Yo tenía un día expeditivo y abogué por la justicia de aplicación inmediata dándole una patada en la cara al chorizo. Los tres hermanos ya lo habíamos golpeado: no íbamos a entregar a nuestra hermanita a un pusilánime. Hasta el chorizo se puso en situación cubriéndose los huevos. Alejandro le propinó seis patadas bien dadas, sin rencor. Luego ayudamos al tipejo a subir al coche y, como tardaba en arrancar, Fran le amenazó con cargarle con el accidente del anciano, y desapareció. No estoy seguro, pero creo que fue en ese momento cuando tuve la idea de poner un escote para añadir al menú un solomillo. Hicimos el cálculo y resultaba factible. Alejandro nos agradeció el gesto, y dijo ofendido que él se encargaría de hablar con el dueño del restaurante y que llegado el momento tendríamos nuestro trozo de carne sangrienta en el plato. Como debe ser.

foto: Paula Arranz