ISSN: 1578-8644

LUKE nº 146 - Febrero 2013



A consecuencia de la lógica

Francisco Taboada

Al llegar a la terminal de autobuses, Rubén se encontraba aturdido, acababa de echar una cabezada larga e incómoda y no lograba recuperarse. Entre pestañeos, vio a los pasajeros levantarse de sus asientos, recoger sus cosas y caminar por el pasillo como espectros arrugados. No movió ni un solo dedo. Pensó que aquello no iba con él. Cinco minutos más tarde, el conductor del autobús le llamó la atención desde la puerta. Como no respondía, se acercó a él y le palmeó el hombro con suavidad. Rubén abrió los ojos, reaccionó, se puso en pie de golpe y salió del autobús dando trompicones. Una vez fuera, se dirigió sin pensarlo hacia la salida de pasajeros y por poco se deja el equipaje. El conductor le dio alcance, le entregó la maleta por la correa y le preguntó si se encontraba bien. Rubén le dijo que sí, aunque un poco mareado, pero cogió la maleta y tiró de ella por el suelo mugriento de la cochera.

El flujo de autobuses que llegaban en aquellos momentos a la terminal era agobiante, se pegaban tanto los unos a los otros que parecían un tren articulado. En el subterráneo apestaba a gasoil, había una capa de humo que cubría hasta los tobillos. Rubén desobedeció las señales luminosas y se dirigió a la calle por la entrada de vehículos, pero tampoco en el exterior el aire era respirable, así que procuró alejarse de la zona y se dejó llevar por la marea humana hasta el semáforo más próximo. Mientras esperaba el cambio de luces, con la mente torpe, miró a lo alto: sobre los edificios un cielo extraño, inquieto, de aluminio mate, estaba siendo invadido por nubarrones negros a una velocidad de vértigo. Rubén sintió que se mareaba y apartó la mirada. La realidad bailó ante sus ojos, se vio obligado a soltar la maleta, buscó apoyo en la barandilla que tenía a su lado y dejó caer la vista al suelo. Peleó unos instantes con el enfoque, hasta que logró distinguir el dibujo de las baldosas. Luego se detuvo en sus zapatos y vio, bajo la puntera del izquierdo, un rectángulo de papel. Se agachó, lo recogió con gesto rápido, y comprobó que era una fotocopia de un carnet de identidad. Miró la foto:

–¡Hostia!

Los que estaban a su lado le miraron sorprendidos. Instintivamente se echaron a un lado.

–Esto es imposible –le dijo a la mujer de su derecha–. Es la primera vez que vengo a esta ciudad.

La mujer entornó los ojos con desconfianza. Justo en ese momento el semáforo se puso en verde y la gente comenzó a cruzar. Rubén se dejó arrastrar hasta el otro lado, pero tropezaba a cada paso y buscó allí mismo un banco donde sentarse. Se estaba poniendo muy nervioso, de modo que tomó aire y procuró calmarse. A continuación, miró de nuevo la fotocopia. No tenía ninguna duda, aquello le pertenecía, pero era una fotocopia de un carnet antiguo, caducado años atrás. Sacó de su cartera el carnet actual, comparó las dos caras: el hombre de la fotocopia era todavía joven, el otro empezaba a ser un viejo. “Qué horror”, pensó asustado, “si sólo tengo treinta y cinco años”. Automáticamente, a modo de compensación, se dijo con orgullo que esos años habían sido los mejores de su vida, los más rentables económica e intelectualmente. Se había convertido en un hombre de respeto y desde luego tenía mucho más de lo nunca soñó aquel veinteañero iluso y simplón que ahora le miraba desde el pasado con aquella ingenua arrogancia. Sacó el móvil del bolsillo y se conectó a Internet.

Rubén buscó el plano de la ciudad, localizó la estación de autobuses y, tomándola como centro, fue barriendo la zona en busca de ubicaciones comerciales. Consiguió la lista de abonados, pasó por alto a los particulares y después hizo una criba: descartó tres academias, cinco bares, un supermercado, una agencia de viajes, y a la embajada de Noruega. Acudió a las Páginas Amarillas y se enteró por la publicidad del tipo de actividades que realizaban las empresas y comercios restantes. Iba un poco a ciegas, sabía lo que estaba buscando pero no si sería capaz de reconocerlo cuando lo encontrara. Desde la fotocopia, su cara de veinte años le miró con severidad, con pena.

–Estás caducado, Rubén –le dijo–. No sigas adelante, ciertas cosas es mejor dejarlas estar. Lo que ha sucedido debes aceptarlo como algo mágico, un regalo. Si ahora tuvieras mi edad, nada más encontrar la fotocopia te habrías quedado alucinado, estarías eufórico, todo te resultaría especial, digno de mención, sugerente. Verías luz en los objetos y casi seguro que irías levitando por las calles de la ciudad a la búsqueda de nuevos fenómenos extraordinarios que te revelaran una señal, un camino a seguir... A mi edad todavía estabas abierto a lo imprevisto. Cada día te levantabas de la cama con la esperanza de vivir una jornada memorable. No tenías miedo a ser otro. El tiempo caminaba a tu lado en vez de empujarte y...

–Tonterías –dijo Rubén, y atendió a la pantalla del móvil. En ella aparecía resaltado el lugar donde había encontrado la fotocopia y un cordón referencial unía ese punto con un piso elevado del edificio más próximo. Allí había una oficina de selección de personal, relacionada con una empresa en la que había trabajado él. Los datos confirmaban que Rubén había enviado un currículum con fotocopia del carnet y que había ido a parar allí. Dicha oficina acababa de trasladarse. Rubén apagó el móvil. El resto era fácil de imaginar: archivos antiguos de papel, la oficina ventilada para iniciar la limpieza, una carpeta olvidada en el alféizar y una ráfaga de aire providencial que lleva la fotocopia hasta sus pies.

–¿Qué me dices, eh? –le preguntó a su foto. No hubo respuesta. Hizo una pelotilla con la fotocopia y la lanzó a la papelera que tenía a medio metro. Falló.

foto: ardiluzu