ISSN: 1578-8644

LUKE nº 146 - Febrero 2013



Fuga de Muerte

Antonio Maura

Me pregunto a veces por la naturaleza de la música, por su capacidad de modular los sentimientos, por hacer brotar de la memoria determinados recuerdos, por situarnos en la explanada trasparente donde se despliegan los sueños. ¿Será un lenguaje de la forma que lo es la matemática, la lengua hablada o la escrita a la que podríamos denominar también literaria? La música tiene una sintaxis, pues tiene reglas –específicamente de carácter compositivo- que crean una relación sistemática entre las notas, las alturas, pero estaría carente de semántica. ¿A qué contenidos y cantidades, a qué párticulas o cuerpos señala con sus notas, que nos cuentan sus fraseados? ¿Se referirá acaso a lo inefable, a lo imposible de ser dicho de otra forma? Y eso, ¿qué es? Opiniones habrá para todos los gustos y, popularmente, se habla de un “lenguaje musical”, pero su misterio no ha quedado desvelado. No sabemos cómo se articulan los sonidos y los silencios para producir lo que llamamos música –a pesar de que cada compositor tenga su solución- y cómo es posible que nos provoque semejante trastorno espiritual o sicológico. La música es, en todo caso, algo fascinante, cuyos efectos también alcanzan a muchos animales dotados, sin duda, de sensibilidad y de capacidad de escucha.

No quisiera exponer ninguna teoría sobre este arte ni sería capaz de hacerlo. Me gustaría tan sólo poner un ejemplo de una composición musical imaginaria, de una pieza que no existe porque nadie la compuso y, por tanto, no está escrita y nadie sería capaz de interpretarla. Sin embargo, es para un instrumento –la viola- y tiene un nombre: Fuga de Muerte. La obra nació para ilustrar un dolor imposible de describir de otra forma, de un personaje imaginario, compositor de profesión. A este dolor por la pérdida de un ser querido, a la hondura de este sentimiento, había que darle una expresión. Por ello imaginé una pieza musical, pero como no tengo conocimientos musicales, me fue imposible componerla, aunque sí describirla. Lo siguiente fue sorprendente y, como la música, mágico. Un pintor, Carlos Bloch, decidió ilustrarla con una imagen. Y así nació una composición que nunca podría oírse, pero si explicarse con palabras y verse con los ojos. ¿Una música para la vista? No lo sé: que lo juzgue el lector y que reconozca, o no, en los pliegues de su conciencia sus frases, sus pausas, sus cadencias y ritmos. Yo transcribo apenas lo que anoté en su día: una primera descripción más objetiva y, después, una subjetiva de la misma obra inexistente. ¿Por qué digo esto? ¿Acaso no estamos hablando de la Fuga de Muerte?

Primera descripción.
“La pieza es una suerte de sonata para viola. ¿Por qué la llamó fuga? Tal vez por referirse a uno de los movimientos de la pieza donde se usa este tipo de procedimiento, o quizá porque en toda la obra sea evidente la idea de huida. En los dos hipotéticos movimientos, ya que una fisura de silencio interrumpe sendos bloques sonoros, hay, poco antes del final, tal variación temática, tal virtuosismo tímbrico que muy bien pudiera pensarse en una estructura fugada, pero en verdad no es así. Ese efecto de acumulación se produce con el único objetivo de provocar el estallido del silencio. ¿Cómo es posible que la ausencia de sonido pueda sonar, valga la redundancia, como una explosión, como algo que objetivamente habría que considerar ruido máximo? Para responder a esta pregunta es necesario escuchar la pieza que el compositor escribió poco después de la muerte de su mujer y madre de su única hija.”

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Segunda descripción.
“Como las ondas que se forman en un lago cuando se arroja una piedra así comenzó, con levedad, aquel solo de viola que removía blandamente las aguas del silencio. Y durante un tiempo se deslizó por la sala como el batir de un ala o como una respiración anhelante. Los que allí nos encontrábamos, seguíamos aquel sonido por los rincones y lugares por los que, casi imperceptiblemente, se deslizaba. Y de pronto, cuando nadie lo esperaba, se desató el llanto: era una catarata de aullidos, un gorjear desenfrenado de pájaros enloquecidos. Lo sorprendente era que tal algarabía la produjese un solo instrumento. Luego vino el silencio. Un silencio opaco, sólido como un muro. No nos atrevíamos ni a respirar. Y de nuevo se inició el canto: esta vez una melodía familiar -¿oída, tal vez, en la infancia?-, subía y bajaba, oscilaba, bajaba aún más y subía, subía, y se alejaba hasta perderse en las distancias que se divisaban desde el mirador. Y, cuando estábamos transidos por ese dolor tan sutil, tan delicado que casi parecía gozo, entonces, la viola entonó su voz más desgarrada, más salvajemente descompuesta –las cuerdas vibraban a punto de romperse- y en ese crescendo terrible, de improviso, como una rama que se quiebra, se escuchó el más grave de los lamentos: semejaba una letanía entonada por una voz que, al pretender elevarse para reiniciar la súplica, el sollozo, sucumbiese definitivamente en el mutismo conmovido de la tarde.”

dibujo: Carlos Bloch