ISSN: 1578-8644

LUKE nº 145 - Enero 2013



La máquina de la vida

Antonio Tello

Cada hora que pasaba sano, M. ganaba en lucidez y así se dio cuenta, creyó darse cuenta, de que toda su incomodidad tenía origen en recuerdos que no se correspondían con su presente ...

Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik

El día en que cumplió setenta años M. sufrió un ataque convulsivo que alteró la naturaleza de su ser. Hasta entonces, como la mayoría de ancianos de una ciudad, se pasaba las horas sentado frente al televisor dando continuidad a toda una vida sin sobresaltos. «Nada como la rutina para evitar males mayores», decía, por lo que, cuando se jubiló, decidió cambiar la rutina de la oficina por la del sofá, sin pensar que al hacerlo alteraba la de su esposa, quien acabó muriendo a los pocos meses. Tal circunstancia, sin embargo, no cambió sus hábitos y los mantuvo aun cuando su hija con el marido y su nieto adolescente fueron a vivir con él a causa del gran malestar que se extendía sobre la población y obligaba a las gentes a abandonar sus viviendas.

Este malestar parecía la causa lógica de algo que nadie sabía decir qué era. Mientras el Gobierno se aplicaba a elaborar una definición y se afanaba en tareas ajenas a su cometido, las masas, acéfalas y desorientadas, sólo atinaban los fines de semana a ocupar las calles y a enarbolar el trapo de sus naciones a las que conjuraban para que las defendieran de ese enemigo indefinible y devastador que las reducía a la impotencia. Pero, corrompida por la confusión, la voz de las masas era inaudible y el clamor de las gentes, apenas traspasado el umbral de las gargantas, acababa devorado por la lengua oficial. Ésta era una lengua simple, apocopada, carente de orden sintáctico y gramatical, que desdecía el sentido de las palabras y acotaba todo suceso al presente. Quizás por este motivo la realidad descrita por ella era provisional y la inestabilidad resultante hacía que muchas personas sufrieran vértigos, náuseas y estados febriles y depresivos, y no pocas se suicidaran. Asimismo, gracias a esta lengua sin pasado ni futuro, los criminales quedaban sin castigo porque a la hora de ser juzgados nadie recordaba lo que habían hecho o, si alguno conseguía recordarlo, no sabía cómo hablar de un delito cometido fuera del presente.

Sólo los jubilados parecían inmunes al malestar que provocaba esta lengua. No obstante, unas semanas antes de su cumpleaños, cuando iba a una de sus rutinarias visitas al ambulatorio para tratarse de la artrosis en las rodillas, M. notó algo que no podía precisar y que lo hacía sentir incómodo, se dijo. Se detuvo y, mirando a su alrededor, no observó nada extraño. Personas, coches, autobuses, tranvías circulaban según el habitual trajín de la ciudad en cuyo paisaje era difícil imaginar la violencia que las cámaras de tráfico, tiendas, bancos y televisiones captaban y difundían a diario. M. no podía ver esos grupos de jóvenes rompiendo escaparates, cajeros automáticos y mobiliario urbano, quemando contenedores o apalizando indigentes que dormían en la calle o en vestíbulos de agencias bancarias. Y sin embargo, se dijo, y sin embargo. Negó con la cabeza, continuó camino del ambulatorio y en el recorrido la sensación desapareció. Pareció desaparecer, porque quedó en él una débil e intermitente latencia, como la señal emitida por el sonar de una nave perdida o naufragada en algún lugar de su cuerpo o de su conciencia.

El día de su cumpleaños, sólo él lo recordó. Sentado ante el televisor al mediodía y a la noche vio en todos los canales imágenes ya vistas, como si el tiempo se hubiera detenido y se viviera un mismo e idéntico día. Persecuciones y matanzas en países cada vez más cercanos; cadáveres de mujeres asesinadas por sus parejas, iracundas manifestaciones de quienes perdían el horizonte, o de viejos desalojados de sus residencias o de sus casas, se alternaban con catástrofes naturales, accidentes de tráfico, desfiles de moda, concursos de belleza y de hortalizas, y anuncios publicitarios. Quizás de haber sido un día distinto al de su cumpleaños, M. hubiera lanzado al aire una diatriba contra las injusticias del mundo, dejado escapar alguna lágrima apenado por lo que veía o dado un manotazo al aire, como había hecho siempre a modo de íntima protesta. Pero fuese porque cumplía setenta años o porque lo que vio en el momento en que entraba su nieto le resultó insoportable, M. quedó rígido y luego violentas convulsiones empezaron a sacudir su cuerpo, como quien recibe una descarga eléctrica. El ataque sorprendió al muchacho, quien, pasados unos instantes de indecisión, llamó a urgencias y, después de oír una secuencia grabada de opciones, de pulsar el número correspondiente cada vez y ser sometido a un exhaustivo interrogatorio durante el cual M. seguía temblando y echando espuma por la boca, consiguió que alguien decidiera enviar una ambulancia. Cuando ésta llegó, M. había vuelto en sí y parecía totalmente restablecido. No obstante, el enfermero lo auscultó y el funcionario que lo acompañaba, tras hacer salir al nieto de la habitación, hizo a M. una larga serie de preguntas a cuyas respuestas dio un número en una pantalla táctil. Finalmente, hizo firmar a M. y al enfermero en la misma pantalla y ordenó a éste que inyectara la vacuna al paciente.

En los dos días siguientes, tal como advirtió el funcionario que sucedería, M. anduvo como borracho, balanceándose y estirando las manos para sujetarse a muebles invisibles al tiempo que murmuraba incoherencias. Pasado ese tiempo, M. se sintió sano. Lo llamativo es que decía «sano» como si dijera «feliz» y no en sentido metafórico. M. sabía que tales palabras no significaban lo mismo, pero aceptó ese desplazamiento de sentido tal como lo aconsejaban los nuevos rectores de la lengua, porque al hacerlo decía sentirse mejor. Quería decir que atenuaba esa sensación de incomodidad que sintió en la calle el último día que fue al ambulatorio y que hizo crisis con su ataque.

Cada hora que pasaba sano, M. ganaba en lucidez y así se dio cuenta, creyó darse cuenta, de que toda su incomodidad tenía origen en recuerdos que no se correspondían con su presente. No se le ocurrió que su desasosiego fuese causado por las palabras desdichas, sino que vio con claridad que eran sus recuerdos. No podía negar que tales recuerdos fueran suyos, pero entendió que eran impropios de él. Eran recuerdos suyos, se repetía, pero ya no. Ya no. Todas las dolencias, los temores y las emociones que lo habían aquejado, atenazado y embargado impidiéndole vivir con plenitud podían curarse con el olvido y sólo los recuerdos que no podía evitar, porque la memoria tarda en morir, seguirían produciéndole calambres en todo el cuerpo de tanto en tanto, sobre todo cuando viera a su nieto y acertara con su nombre o con el parentesco que lo unía a él.

Una noche, unos ruidos procedentes del sueño o de la calle despertaron a M., quien, asomándose a la ventana, vio que unos muchachos golpeaban a una persona –no veía si era hombre o mujer- que dormía entre dos contenedores de basura situados frente al edificio donde vivía, y, luego de rociarla con algún combustible, le prendían fuego. M. gritó pidiendo auxilio y al no tener respuesta empezó orinar para apagar aquella hoguera humana que se retorcía sin que nadie, ni siquiera él, oyera sus aullidos de dolor y acudiera en su socorro. Al cabo de un rato, la víctima se convirtió en una inerte bola negra que, al amanecer y aún humeante, recogió el camión de la limpieza.

A primera hora de la mañana, una ambulancia, probablemente llamada por su hija, se llevó a M. y lo dejó en una residencia geriátrica. M. entró en una sala, amplia y silenciosa, donde una veintena de hombres y mujeres ancianos, de apariencia tan saludable como la suya, miraba atenta sendas pantallas de televisión, en cada una de las cuales le pareció ver la misma imagen. Dieron a M. unos auriculares semejantes al que tenían los otros y lo sentaron ante su pantalla. Al parecer, la cámara de una tienda o de un banco había captado el momento en que un grupo de jóvenes quemaba a un indigente, pero no fue hasta pasado un largo rato que oyó o creyó oír los gritos de la víctima que no había oído la noche anterior.

Al despertar, M. recordó que había prometido a su mujer que ese día irían al cine y tuvo la sensación de que llegarían tarde. Se apresuró a dejar la cama. La llamó y enseguida ella, que él vio como ella, vino a buscarlo para que tomara el desayuno. La siguió y al sentarse a la mesa intuyó, quizás comprendió, que con ese gesto inauguraba una nueva y tranquilizadora rutina. La del mismo e idéntico día.

Al cabo de un tiempo que le fue imposible precisar, los calambres que le provocaban los últimos recuerdos familiares habían casi desaparecido. Sólo el recuerdo de su nieto seguía mortificándolo como la picadura de un insecto invisible, pero lo soportó creyendo que, como los otros, acabaría desapareciendo. Pero no sólo no fue así sino que un día el recuerdo se prolongó y se hizo tan vivo que tuvo que permanecer en la cama obligando al médico a inyectarle un, dijo, calmante. Por alguna razón, M. supo que el remedio era inútil y que era él quien debía curar definitivamente el recuerdo.

Esa noche, después de que todos se hubiesen acostado, M. salió de la residencia y, dejándose llevar por la memoria de sus pasos, atravesó la ciudad escondiéndose en los portales de la policía y de las bandas de jóvenes que la recorrían rompiendo escaparates y quemando coches y mendigos sólo por divertirse. Finalmente, después de varias horas, llegó frente al edificio donde había vivido toda la vida. Ahora sólo tenía que esperar que su nieto regresara. Poco antes de quedarse dormido entre dos contenedores de basura tuvo un recuerdo perturbador. Ese día cumplía setenta años.

Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik