Espacio Luke

Luke nº 143 - Octubre 2012. ISSN: 1578-8644

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La promesa

Antonio Tello

Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik

Un instante antes, con los ojos cerrados y la voz apenas audible, Julia le había pedido «prométeme que no dejarás que él se lleve a mi hijo», y ella, apretando los labios no para impedir que salieran las palabras sino el llanto, había asentido con un gemido. Después, el sol del mediodía invadió la habitación y apagó los colores que Julia trajo a su vida el día en que entró en clase y se sentó junto a ella. Ambas tenían seis años y desde entonces nada ni nadie las separó. Cuando Julia conoció al hombre de quien tuvo un hijo un año después de casarse, creyeron que el vínculo entre ambas ya no sería el mismo, y aunque ella intentó al principio participar de la felicidad de Julia, no pudo evitar un sentimiento de exclusión que le impedía acercarse como lo había hecho siempre. No obstante, siguió fiel y atenta a su amiga.

Poco antes de dar a luz, Julia la llamó. Ese día, al enterarse de lo que le ocurría, tuvo al fin la certeza de cual había sido y era su verdadera misión en la vida. Acompañó a su amiga a hacer la denuncia, «para evitar males mayores», le dijo, y después a recoger unas pocas cosas personales de la casa que Julia había tenido por suya. Pasado el tiempo, aunque recuperó la sonrisa, Julia siguió mostrándose temerosa y creyendo ver en la calle, en la plaza, en el mercado, detrás de los árboles o de los coches, la sombra del hombre de quien había huido.

Un día, al volver a casa, vio el cristal de la ventana roto y las huellas del llanto en el rostro de Julia. «Dice que lo hará después de que tenga el niño», dijo Julia. La abrazó. «No, no dejaré que lo haga». Aquella fue una de las pocas veces que ambas hablaron de un modo explícito, pues habían aprendido a comunicarse con sobreentendidos, gestos, miradas. No necesitaban de todas las palabras para hablarse y sentir. Por eso, cuando llegó la hora, camino de la sala de partos, comprendió, creyó comprender, qué quería Julia cuando le encargó «ve a decirle que ha nacido». Y ella fue hasta la obra donde el hombre trabajaba de albañil y se lo dijo. Pasó más de un año sin que el marido apareciera y ninguna nunca más habló de él hasta que Julia, moribunda, murmuró, para su extrañeza, «prométeme que no dejarás que él se lleve a mi hijo».

Ahora, Julia, cuya belleza había resistido a la enfermedad, estaba muerta y el cuerpo que yacía ante sus ojos le era extraño. Aquel cuerpo inerte, pensó, no era el ser que. Se detuvo. Iba a decir. Su cuerpo entero enmudeció hasta que, finalmente, ahora que lo sabía, no pudo contenerlo más. Que había amado. Decirlo fue como una liberación, porque Julia era ahora la voz en silencio que latía al unísono con su respiración revelándole lo que hasta entonces había callado, aun para sí.

Días más tarde, deteniéndose ante una mansión construida hacía poco más de un año, le dijo al niño, en voz baja, como para que Julia la oyese: «Hijo, en esta casa está tu padre, pero nunca te llevará con él».

Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik

Ilustraciones: Carlos-Esteban Resano Vasilchik