Espacio Luke

Luke nº 139 - Mayo 2012. ISSN: 1578-8644

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Procesos de identidad

María Luisa Balda

En el proceso de desarrollo de la mente del niño y de la niña, la fundamental diferencia entre ambos es el sexo de la figura con la que cada uno se identifica: esto es, el sexo de su modelo ideal.

Pero esta identificación es en exceso compleja: esa figura idealizada, ese símbolo de lo que se desea ser, se convierte en el mayor rival de la niña y del niño durante el proceso que los psicoanalistas llaman Edipo.

Los factores que se suelen tener en cuenta, respecto a la función simbólica del padre –el padre deseado como seductor; el padre amado como modelo, pero temido como quien prohíbe y censura; el padre odiado; el padre proveedor del orden y también del control y del castigo–, son estudiados como elementos del influjo de la imagen simbólica de la masculinidad. Estos elementos, que se viven con igual intensidad en la psique del niño y de la niña, muestran la textura de nuestra íntima sustancia: la convivencia de los opuestos, esa profunda ambivalencia que impregna todos y cada uno de nuestros afectos.

Y, siguiendo la línea del discurso sicoanalítico, la madre será la deseada por el padre y por el hijo que con él se identifica; y con un deseo de igual intensidad, pero provisto de una distinta carga orgánica o gonadal, el padre será el objeto del deseo de la madre y de la hija que se vive a sí misma como igual.

De ese lugar de donde brota el movimiento afectivo femenino, de ése que alberga un diferente empuje de las hormonas, nacerá la histórica sublimación que lo femenino ha hecho del sexo; esa elaboración defensiva que logra que la excitación se transforme en un sentimiento tal, que hace anhelar la relación sexual como unión antes que como placer.

Ahora asistimos a un proceso de cambio, a una forma de explicación y reordenación de las instancias que integran nuestra sique. El deseo femenino ha evolucionado y ha incorporado elementos que antes sólo eran reconocibles en mujeres muy especiales que aunaban poder y sensibilidad. Y en ese proceso se ha alterado la sustancia del deseo: un movimiento que ya ni tiene la misma composición ni se conforma con lo que antiguamente fue su meta.

Las mujeres llevamos en una labor de cuestionamiento y búsqueda de identidad más de cien años, y ahora el hombre ha de elaborar la suya en paralelo, porque se le exige que su deseo se cargue de una excitación afectiva más amplia, más compleja, menos orgánica, y ya no tan sublimada en el prestigio o en la fuerza que le da su presencia social.

Sin embargo, los representantes de la antigua masculinidad aún no pueden elaborar este proceso, o así parece; y mientras muchos retroceden, asustados, otros exageran sus gestos y atacan defendiendo el ya difuso lugar que ocupan, y se enrocan en detentar una superioridad anclada en el poder económico y social. Mientras tanto, cada vez más mujeres añaden un grano de sal y otro de arena a la elaboración de una nueva esfera de lo femenino; un proceso en el que la mujer persevera y que nadie podrá interrumpir, por muchos palos que metan entre sus ruedas y espesas resistencias que se le opongan.

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