Espacio Luke

Luke nº 136 - Febrero 2012. ISSN: 1578-8644

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Asurbanipal

Antonio Tello

Assar-adan-pal, el último asirio que reinó en Nínive, siendo niño vio arder un zigurat de Babilonia. La visión del templo convertido en una gigantesca hoguera, la furia de los guerreros, la sangre de los sacerdotes y fieles degollados y el olor a carne quemada de los que ardían en el incendio abrieron una oscura herida en su alma. Si bien, como todo príncipe, contuvo sus lágrimas y corrió junto a su madre, la bella Naq'ia-Zaucutu, quien lo vistió con ropas de mujer, le pintó los ojos y la boca, y lo perfumó con esencia de rosas, para alejarlo de lo visto y olido.

Asurbanipal, como el extranjero simplificó su nombre, o Sardanápalo, como lo degeneró la corrupción fonética, fue asimismo cazador de leones y su fallido propósito era exterminarlos en su reino. El olor de la sangre del felino y su agonía le eran tan irresistibles como repugnantes. Pero, para ocultar esta atracción y justificar su gusto por la caza acuñó en incisiva escritura cuneiforme su celo por la felicidad del pueblo:

«Desde que me senté en el trono del padre que me engendró, Adad me ha enviado su lluvia, Ea ha abierto sus fuentes, los bosques han crecido copiosamente, las cañas de las marismas se han desarrollado tanto que no hay manera de pasar entre ellas. En consecuencia, los cachorros de león han crecido y se han desarrollado allí en número incontable... se han vuelto feroces y terribles por haber devorado vacas, ovejas y personas. Con sus rugidos resuenan los montes y los animales del campo están aterrorizados. Los leones siguen matando las reses de la llanura y vertiendo la sangre de los hombres. Los pastores y ganaderos lloran por causa de los leones... Los pueblos se lamentan y lloran día y noche. A causa de las depredaciones de los leones, según me han dicho».

Cierto día que cabalgaba tras un león que asolaba los campos de Asiria sucedió un accidente. Cuando el rey de los asirios, lanzado a la carrera, alzó el arco con la flecha y lo tensó para disparar, el león dio un giro inesperado y se volvió espantando al caballo y haciéndolo caer. Asurbanipal sintió el aliento de la fiera y en sus ojos vio el terror de los suyos. Los guerreros que lo acompañaban acudieron en su auxilio, pero no pudieron matar al león. Poco después supo que Babilonia, donde reinaba su hermano Shamash-shum-ukin, se había rebelado contra él.

Asurbanipal marchó hacia la ciudad y, desde el campo donde asentó su tienda, la vio arder. El horror infantil volvió a él como una premonición. Corrió a su tienda, se vistió con ropas de mujer, puso polvo bermellón en sus mejillas, pintó sus pestañas y se perfumó. Después, sentándose en el trono llamó a uno de sus generales y ordenó detener la matanza. Los templos, los palacios y las casas aún humeaban como tizones mal apagados, cuando Asurbanipal hizo degollar en su presencia a su hermano y entronizó en Babilonia a Kandalanu, que algunos aseguran que así era como se llamaba a sí mismo.

En el curso de las décadas siguientes, con el mismo implacable y contradictorio espíritu, Asurbanipal arrasó pueblos y fomentó las artes y la escritura haciendo grande a su imperio. En Nínive construyó la primera de las bibliotecas de la Antigüedad. El barro cocido de las tablillas coleccionadas resistió las guerras, el fuego y el tiempo y miles de años después hizo posible la lectura de apuntes contables, transacciones mercantiles, leyes y consejos reales. Por ellas sabemos de las aventuras del héroe llamado Gilgamesh.

Asurbanipal, no obstante su poderío militar, no lograba acabar con sus enemigos. Los leones seguían campando entre las cañas de las marismas, los bárbaros acechando sus fronteras, y él cazando a unos y combatiendo a otros. Así hasta que el león medo se presentó ante las puertas de Nínive. Entonces se le hizo patente la razón del terror que lo había acompañado toda su vida desde que viera arder el zigurat de Babilonia y degollar y quemar a sus sacerdotes. Al comprenderlo, Asurbanipal supo cuál era su destino y mandó levantar en la sala del trono una pira de maderas aromáticas sobre la que hizo apilar también sus tesoros. Ya lista la pira, maquillado, perfumado y vestido con ropas femeninas él, subió a ella seguido de sus esposas y ordenó prenderle fuego.

Cuando el medo llegó, el palacio era una enorme hoguera. En la sala del trono, antes de arder, el humo perfumado de la pira había asfixiado a Asurbanipal y sus mujeres. De este modo privó al invasor de verter la sangre de su estirpe y disponer de sus riquezas dejándole como único botín el hedor de la carne quemada.

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Ilustraciones: Carlos E. Resano Vasilchik