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Espacio Luke

Luke nº 131 - Septiembre 2011

El cementerio judío

Enrique Gutiérrez Ordorika

Y su Majestad la Ceniza
se posó levemente en el trono abandonado

Jaroslav Seifert

I
Noticias de Isaac

Sestean los poemas de amor y leo a Neruda en tarjetas postales. Lo encuentro envejecido. Los labios no le soportan los besos. El reuma le lástima las caricias. En unos soportales de Mala Strana, protegida de los arañazos de la lluvia, una Ludmila de ojos verdes se deja devorar las ingles por un poeta escrutador, que le susurra al oído: “Soy el más apto para ser odiado“. La lengua se baña desnuda en su nuca, esconde en la curvatura de la espalda la humedad de sus rencores. Un asesino sonámbulo y triste engrasa el alma de su pistola con aceite de almendras y unta la punta de las balas con saliva de víbora. Está escribiendo un réquiem para un amante generoso. Los avisos viajan en cartas con membretes azules: “Le comunicamos que no se ha conservado ningún manuscrito ni carnet de notas“. Le comunicamos que encontramos “la correa usada de una vieja sandalia” al pie de las ruinas de la torre que construimos con el ánimo de llegar al cielo. Paseo por la orilla derecha del Moldava. El castillo de Praga viste un sombrero de nubes. Tatiana, la muchacha de la bufanda roja, me sonríe. Le hacen gracia mis pies descalzos. Me cobra barato el esperma. Me plancha los calcetines. En una barcaza, emblanquecida por la nieve, embarcan corriente abajo mi cargamento de jadeos. Parte para Odessa, un puerto con aroma de alquitrán, al norte del más negro de los mares negros.

II
Un grano de polvo

El eremita se refugió en el desierto para desterrar lo superfluo. Para Dios lo superfluo, seguramente, es todo. Para el diablo, también el alma. Para el eremita, también él.

III
Levítico

Asoman brazos de mujeres sacudiendo trapos de polvo por las ventanas y Jonás Leví odia los sábados en los que el trajín femenino imita al dios que concentró todos sus desperdicios en un planeta al que no se ubica correctamente en el Génesis.

IV
La única certeza

Matusalén tardó 969 años en alcanzar la única certeza de la que estuvo plenamente seguro a lo largo de su dilatada existencia, y eso fue apenas un segundo antes de que supiera que ese día, sí, iba a morir.