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Espacio Luke

Luke nº 133 - Noviembre 2011

Bestiario

José Morella

A menudo peco, como escritor, de querer parecer profundo. Tengo un ego grande y no soy ningún genio. Mientras estoy ocupado con temas supuestamente elevados, la realidad se va filtrando y me encharca el suelo. Quiero escribir un cuento memorable sobre la muerte, el amor y la justicia, pero lo intento con tanto esfuerzo, apretando tanto la sesera, que me hago ciego a lo que hay de muerte, amor y justicia en las cosas cotidianas. La camiseta que me he puesto hoy está hecha a base de historias reales, nada grandilocuentes. ¿Quién la confeccionó, dónde, en qué condiciones, a cambio de cuánto dinero, con qué ilusiones, con qué emociones? ¿Qué sintió? ¿Cómo afectó a su salud o a su bienestar? Me he vestido hoy con cientos de historias sin reparar en ello. Eso querría yo leer en las etiquetas de lo que compro. Quiero enterarme en la etiqueta de mi champú del sufrimiento de los animales en cuyo cuerpo el champú fue testado. En el prospecto de la medicina que me receta el médico, estaría bien que me contasen el dolor de la vivisección de la rata o el perro en los que la probaron. Cuando como patatas al horno, querría un regusto a sudor: el de la persona que dobló el espinazo para recogerlas. El día en que las etiquetas vengan con más texto, no hará falta el 15M.

Si se mira profundamente, si se escucha con verdadera atención, si se toca un tejido sin prisa, si uno se concentra de verdad en el sabor y el olor verdadero de las cosas, sin buscar resultados, entonces montones de historias te saltan a la cara como insectos. Te atacan, te pican, te zumban cerca de las orejas: te cuentan ellas a ti. Si dejo de desear ser un escritor, la escritura se da sola. Se da en mi cuerpo. Me la como, me la trago, me visto con ella, me la bebo, me la fumo. Me traspasa. Se hace mi propio cuerpo.

La empresa que produce el chocolate que le gusta a mi tía sufrió durante años un boicot por ofrecer leche en polvo gratis a mujeres africanas en los hospitales, para después, cuando se les había cortado la leche de sus propios pechos, cobrársela ellos a precios imposibles. La bebida gaseosa que bebe cada sábado mi amigo mezclada con ron está acusada de acabar con enormes recursos acuíferos en India y dejar en la miseria a campesinos locales. Pero no todo es negativo. Leo en un blog que una pareja de agricultores jóvenes acaba de montar una­ pequeña tienda online. Venden su propia verdura. Trabajan sin parar, pero parecen felices. Me hacen sonreír.

Las etiquetas comerciales aún no son literatura. Ni siquiera periodismo. Sus historias todavía no se leen. Pero están. Prestad atención.