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Espacio Luke

Luke nº 125 - Febrero 2011

La máscara y el canto VII: La órbita de la estatua o la inmovilidad del mundo

Emilio Varela Froján

El alma y el espíritu son las metáforas de la infinitud del cuerpo y de la carne. Pero, en realidad, es decir, en el mundo real, toda forma tiene un límite, y toda materia llega a su término. Por lo tanto, nada en él puede darse como idea, ninguna abstracción puede sustituir a las cosas ciertas –las criatu-ras del mundo–, y la única forma de pensar realmente en ellas viene dada no por la imaginación, que inventa el símbolo, sino por la conciencia de la inexistencia.

Mientras imaginar alarga y extiende inútilmente el tiempo de la vida y el espacio de la naturaleza, haciéndolos falsamente eternos e infinitos, y convierte al pensamiento, a la palabra y a la mirada sobre las cosas en significado y figuración, dando un sentido irreal a la vida y una fe falsa al cora-zón o, lo que es igual, una oración a la esperanza del dios, figurándose la salvación del alma y el cuerpo de la resurrección, para el consuelo de la enfermedad y de la muerte; la existencia y la reali-dad –la vida vacía y la naturaleza inmóvil– sólo pueden ser por una conciencia, lo que necesaria-mente hace de la mirada un límite y de la palabra un término o, de una forma mejor, del pensamien-to un cuerpo único de lucidez y latido, la manera de respirar y contemplar lo vital y lo natural en sus valores absolutos ante el silencio y la inmovilidad del mundo.

Es decir, las formas absolutas del pensamiento, que eran los modos y las manifestaciones de la rea-lidad concreta de las cosas, fueron antes que las abstracciones simbólicas del ideal, y del arte que representaba y expresaba su poder. En un principio, fueron las criaturas y las cosas del mundo, las formas de su ser, antes que la imaginación las convirtiera en los sujetos y los objetos figurados, y fueron los rostros y los nombres de lo absoluto hasta la invención de la máscara y del canto. De otro modo, y para que se entienda, lo sagrado y los misterios de lo real fueron anteriores al ideal y a los milagros de la religión. Y en el pensamiento se dio antes la conciencia del límite que la imaginación del paraíso, la ausencia de los cuerpos antes que su resurrección. En estos términos, el pensamiento, que ni figuraba ni significaba aún nada, se limitaba a repetir, en formas y palabras, la inmovilidad y el silencio del mundo.

Pero las formas de la realidad no tienen representación, no son figuraciones del objeto ni expresio-nes del sujeto, sino las manifestaciones concretas de la materia consciente, luz no simbólica, lucidez del pensamiento que hace posible la operación de lo absoluto. Formulación sintética que establece las relaciones íntimas entre los miembros del cuerpo y las extremidades del ser o, de otro modo, el cuerpo del pensamiento que sirve como modelo de integración y síntesis para la creación del mun-do.

Y una de esas formas de integración –la realidad suprema– es la muerte, pero no como final y des-trucción, sino como la energía liberada por el cuerpo en su desaparición, y que se conserva en forma de vacío en los rostros y nombres de lo absoluto. Y no como la idea que imagina los significados, sino como el pensamiento que se da en los términos y los límites del mundo, concretamente, en los lenguajes del silencio y los paisajes de la inmovilidad. En definitiva, la luz de la conciencia, no la abstracción de lo simbólico, que es la lucidez superior del pensamiento ante la muerte, y cuya ma-yor consecución es la forma de lo absoluto. Sin embargo, la desaparición del cuerpo, la forma más grave de su ausencia –la dimensión y la duración de su ser– alcanza realmente un valor metafísico cuando la luz del olvido ha borrado su rostro y su nombre, cuando ya perdida su imagen y su signi-ficado en el fondo de la memoria, su única manifestación física es la inmovilidad o, lo que es lo mismo, la forma visible del silencio.

Pues la inmovilidad del mundo consiste, precisamente, en este estado consciente de la limitación, que suspende del cuerpo todos los deseos y los sentidos, lo que permite un conocimiento sin imáge-nes ni ideas, pero de una lucidez mayor, algo como la contemplación de los rostros del olvido, lo que hace del pensamiento una corporeidad extrema, que se materializa, no en la luz de lo simbólico, sino en una metafísica de la ausencia, física superior de lo natural inmóvil que se ocupa de los mo-vimientos últimos del ser. Y que define la gravedad como la fuerza estática que mueve todo lo real a su forma última de inmovilidad, siendo ésta un movimiento perpetuo, que ni avanza ni retrocede, sin desplazamiento de la materia, un equilibrio concentrado similar a la vibración y al temblor, a lo que fue en el cuerpo el ritmo del latido y, finalmente, un pensamiento continuo alrededor de lo ab-soluto, que se comporta como la actividad del vacío en la órbita de la estatua.

Sólo hay una metafísica que admite lo real, una física concreta de lo absoluto, y es la que trata la desaparición de la carne y la ausencia de los cuerpos.