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Espacio Luke

Luke nº 124 - Enero 2011

La maratón

Rafael Moriel

El cielo era azulado y fúlgido.

Llevaba dos días corriendo y mis fuerzas flaqueaban. Venía realizando un esfuerzo prolongado y era consciente de que en cualquier momento podría derrumbarme. Sin embargo, a medida que intuía la proximidad de la meta, la ansiedad parecía desvanecerse y el esfuerzo mantenido perdía importancia, minimizándose hasta cero en el instante en el que traspasé aquella línea, trazada sobre la tierra batida. Uno de los coordinadores se acercó entonces:

—¡Bravo muchacho! Has recorrido un largo camino, pero debes sobreponerte porque aún te separan unos kilómetros de la meta. ¡Una tontería comparado con lo que has dejado atrás! ¡Ánimo valiente! —me elogió.

El público, todas aquellas siluetas inconcretas, aplaudían sin cesar, dedicándome elogios y elocuentes vítores. Sus gestos de ánimo erizaron mi vello, pero me encontraba exhausto. Mi cabeza rotaba ligera e involuntariamente frente a sus rostros, apenas nítidos entre la sombra del tumulto. Parpadeé inútilmente, intentando focalizar imágenes que desfallecían.

Quise hacerme una idea aproximada de cuántas personas me rodeaban, girándome para estimar su número, pero casi me desplomo al intentarlo. Me encontraba tan extenuado y confuso que apenas pude fijarme en un rostro concreto, acaso como si me encontrara inmerso en un delirio propiciado por las drogas. Finalmente no supe cuántos eran y ni siquiera distinguía a las mujeres de los hombres.

Me ofrecieron una botella de la que sorbí un profundo y prolongado trago. Tosí varias veces debido a un leve atragantamiento. Finalmente vertí el resto del líquido sobre mi cabeza, agitándola con espasmos. La multitud me aclamaba con fervor. Jadeé unos instantes, jurándome a mí mismo que llegaría hasta el final, donde me aguardaba la gloria.

Inspiré profundamente, levantando mi mano en un saludo a la agitada concurrencia. Troté una decena de veces sobre el firme bajo mis pies y salí corriendo poco a poco, poseído por el pleno convencimiento de que lo lograría.

—¡Bravo! ¡Valiente! —se escuchaba a lo lejos.

Tras el atardecer, me sorprendió la noche. Su tacto aportó frescura al paisaje, que se dibujaba tenue bajo el reflejo de la luna llena, insólitamente próxima al horizonte. Continué trotando.

A la mañana siguiente vislumbré a lo lejos el cartel de meta. Poco después atravesé su línea y enseguida se acercó alguien a proveerme de líquido.

Todas aquellas personas deseaban saludarme. Algunos de ellos se estiraban hasta tocarme, por encima y entre los barrotes metálicos de las vallas que guarecían la meta.

—¡Ánimo! ¡Eres el mejor! Estamos contigo y sabemos lo que has sufrido para llegar hasta aquí... Hemos venido para hacerte saber que no estás solo y que te queremos y te acompañamos, con el corazón y con todas nuestras fuerzas... aunque deberás realizar un último esfuerzo hasta alcanzar la meta —me comunicaron, intensificando el fragor de sus aplausos. Era la segunda meta que pisaba, pero tampoco habría gloria esta vez. Sólo me quedaban la impotencia y el sudor bañando mi cuerpo. Aquello me propició una extraña calma, un desconocido instinto surgido en la escasez de fuerzas.

Permanecí de pie, pretendidamente expectante aunque aturdido. Deseaba terminar cuanto antes y retomé el trote, apartando a todos alrededor.

—¡Ánimo, muchacho! —escuché a lo lejos. Mis pensamientos eran silenciosas lavadoras girando su colada.

Las horas transcurrían poco a poco. Miré a mi pecho y allí figuraba el número «1», blanco, sobre la camiseta. Me pregunté dónde estarían el resto de los competidores.

Avancé paso a paso, un kilómetro tras otro. De nada serviría detenerse. Recuperar la marcha tras una parada parecía mucho peor que continuar adelante.

Atravesé localidad tras localidad, imaginando que cada kilómetro, cada árbol sería el último árbol.

Comencé a hablar solo. Recité todo cuanto pude recordar de memoria, dedicando improvisados pasajes a las cosas que iba dejando atrás. Horas más tarde enmudecí, quedando sumido en una especie de letargo mental, centrado en el rítmico sonido de mis zapatillas al trote.

Ocurrió al tercer día, recorriendo un estrecho camino empedrado y tras describir una amplia curva que rodeaba un montículo, que vislumbré el cartel de meta. Al igual que las otras veces, todo lo que hasta entonces parecía absurdo adquiría importancia a medida que restaba metros a la línea de meta.

La crucé tan abatido, que al derrumbarme susurraba extraños vocablos y sabias frases nunca antes escritas, ni siquiera imaginadas. Había una densa niebla dentro de mis ojos y todos los espectadores eran rubios y gritaban emocionados mi nombre.

—¡Felicidades! ¡Felicidades! —repetían.

Dos fornidos espectadores me incorporaron. Entretanto una hermosa joven besaba mi mejilla con ardor. Un hombre con visera me aplicó en los labios el extremo de una goma elástica con un bote que sujetaba a lo alto, inclinando ligeramente mi cabeza para hacerme beber.

—¡Bebe! ¡Coge algunas avellanas! ¡Las necesitarás! Lo has hecho muy bien, aunque todavía te queda un tramo. ¡El último!

—¡Adelante, valiente! —corearon al unísono.

Reanudé la marcha, con un puñado de avellanas en una mano y un bote con líquido en la otra, abriéndome paso entre una maléfica bruma poblada de rostros, tal que cuervos gigantes y sucios y manchados que me sonreían al paso.

—¡Ánimo muchacho! —gritaban exaltados.