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Espacio Luke

Luke nº 134 - Diciembre 2011

Bestiario

José Morella

Ulises pide que le aten a un mástil para escuchar a las sirenas. Los demás se tapan los oídos con cera. Todos excepto Butes, que al oír el canto deja su puesto y se arroja al mar. Pascal Quignard nos da, con la historia de Butes, muchas otras cosas: un acercamiento a lo estético como la auténtica experiencia radical humana. La música como una cuestión de vida o muerte.

Quignard explica que la primera vez que aparece el término análisis en griego es en el momento en que desatan a Ulises y lo bajan del mástil. Analizar significa desatar. Para comprender, pues, necesitamos desligar o destrabar. Es curioso, porque a menudo tenemos la idea contraria, la de que hay que relacionar cosas, conectar: atar. Pero tal vez Quignard nos pida precisamente no comprender sino des-comprender, descomprimir, recuperar lo que de animal hay en nosotros, volver a un "estado larva", como él lo llama, a un recuerdo de lo original, del hábitat líquido del útero materno. Restar humanidad para, curiosamente, ganarnos lo verdadero humano. Quignard habla de una música diferente, de una música no-órfica oída antes nacer, dentro de la madre. Un ritmo previo a todo. La música de las sirenas, la que hace que Butes salte. De alguna manera, Quignard se aproxima al pensamiento de un modo oriental, extraño a su estilo posmoderno, tan francés, ese que tanto disgustaba a Harold Bloom. Para saber de qué va esto de la vida, parece insinuar Quignard, hay que recordar aquello que está desde siempre y que se nos olvida a fuerza de querer comprender, agarrar y controlar. Atamos y estamos atados. Trabados. No libres. Una vez recordado u oído de nuevo ese canto de las sirenas, se pone en perspectiva todo lo que no importa. Todo lo que perseguimos en nuestras vidas de modo compulsivo como si fuera lo más importante: no lo es. En algún momento de nuestra vida, igual que le pasa a Butes, quizá sea posible entender que, como dice el sabio vietnamita Thich Nhat Hanh, "ya he llegado. Ya estoy en casa. No corro más. He corrido toda mi vida". No hay nada que demostrar. No hay que competir. No hay que saber más. Es más sabio desprenderse de lo aprendido que seguir acumulando palabras que tapan el canto original. Butes se lanza al mar para poder escuchar de verdad.

"Allí donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa", escribe Quignard.

En este libro se expresa, me parece, un cansancio de la representación, de esta manía de explicarlo todo, de sumar palabras, de explicar, de atiborrar nuestras vidas con más mente. La música, según Quignard, re-siente, no re-presenta. Música que brota como alarma interna. "La vida que llevamos es como una tierra extranjera", leemos en Butes. Hay algo más profundo, más nuestro, autóctono, que fuimos olvidando o tapando. Interpretando a Quignard –sí, ya sé, interpretarlo es ir un poco contra sus propias advertencias, sumar un intento de comprensión, no analizar en el sentido de desatar y desasirse sino en el de trabar de nuevo, trabar más aún– me atrevo a pensar en esas personas que cuentan que, tras pasar por momentos muy difíciles cercanos a la muerte, como accidentes, graves enfermedades o grandes pérdidas, sus vidas ha cambiado de un modo radical pero para bien. Parece que la cercanía con la vuelta al mar de Butes nos da una perspectiva inmejorable de lo que verdaderamente importa. De nuestras pequeñas preocupaciones, de nuestras pequeñas fatigas. Cae al suelo lo que nos sobra. "Romper las amarras, liberarse de todas las precauciones", eso es lo que se nos pide. Salir del escondite del pensamiento y, finalmente, vivir en el único lugar que nos pertenece por derecho. Mientras sigamos dando importancia a las apariencias, comparándonos, juzgando con dureza a los demás y a nosotros mismos, creyéndonos separados del mundo, nada irá bien. Hay algo más antiguo que nosotros –más grande– que nos llama. Es necesario oírlo. Por eso Ulises no se tapa los oídos con cera y exige que le aten al mástil. Se nos sugiere que vivamos, pues, como Ulises recién desatado. Sin ansia, sin apego.

Los músicos aflojan la lengua, dice Quignard. Dejan una parte de su humanidad para recuperar otra cosa. Escuchando música y bailando perdemos identidad, y por eso somos libres. Es cuando recordamos lo perdido que nuestra identidad se fortalece y la libertad se va.