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Espacio Luke

Luke nº 127 - Abril 2011

Bestiario

José Morella

El poeta norteamericano Philip Levine (1928, Detroit) tuvo una infancia dura, ya que tenía un año de vida cuando la Gran Depresión dejó a su familia en la calle. En sus primeros versos aparece la vida industrial de Detroit: las fábricas y los americanos que malvivían gracias a ellas. Empezó a escribir poesía en las clases nocturnas de la Universidad de Wayne, mientras pasaba los días en la cadena de montaje de una fábrica de coches. Sus versos le hicieron ganarse una beca para asistir a un taller en el que coincidió nada menos que con Robert Lowell y John Berryman. Levine estaba fascinado por la cultura española, en especial por los poetas del 27. Se recuerda a sí mismo de pie, junto a una columna de la biblioteca de la universidad, leyendo a Lorca con las manos temblando de emoción. A partir de ahí empezó a leer todo lo que pudo sobre la Guerra Civil Española, y acabó viajando a España y escribiéndole poemas a Durruti. Más tarde ha dulcificado un poco sus temas, y su poesía se ha vuelto un intento de aceptación del mundo natural. Los dos poemas que presentamos pertenecen a su libro The simple truth, ganador del Premio Pulitzer en 1995. Tenemos noticia de una versión en español, en traducción de Eduardo López Truco (Una verdad sencilla y otros poemas, Asociación Vistas a Peña Cabarga, Santanter, 2007).

El poema de la tiza

Esta mañana, de camino a Lower Broadway,
he visto a un hombre alto
que le hablaba a un pedazo de tiza
que tenía en la mano derecha. La izquierda
estaba abierta para llevar el ritmo,
porque en sus palabras había ritmo,
era un baile o cántico, quién sabe
si un poema en francés, porque el hombre,
de Senegal, hablaba un francés
tan lento y preciso que incluso
cincuenta años más tarde
de mi francés de instituto
podía yo entenderlo. Espigado,
elegante a su modo, impecable
con los restos de dos trajes azules,
la corbata vertical y digna, la camisa blanca
sin planchar pero impoluta. Se sabía
la historia completa de la tiza.
No sólo la de aquel pedazo: también
la del que usé para escribir mi nombre
en la pizarra de la escuela nueva
en la que entré tras la muerte de mi padre.
Conocía el feldespato y conocía el calcio,
las conchas de las ostras,
las criaturas que habían dado sus espinas
para volverse el polvo que el tiempo prensa
y convierte en esos cubos rectángulos;
conocía la tristeza de las aulas en diciembre,
cuando la luz fracasa pronto
y en la pizarra las palabras
abandonan su sentido, su gramática
y hasta su forma, de tal modo
que todas las letras apuntan a la vez
a todas partes y ya no quieren decir nada.
Primero he creído ver su barba rala
repleta de tiza. Pero luego, cara a cara,
a menos de tres palmos de él,
me he dado cuenta de que eran canas,
de que a pesar de sus gestos de hombre joven
era tan viejo como yo. Su apariencia,
no obstante, era más noble, con los altos
pómulos tallados, los hombros anchos,
los despejados ojos negros. Tenía el porte
de un rey del Lower Broadway que ha salido
de la mente de un Shakespeare
o de un Lorca, alguien para quien la caridad
ha suavizado el extravío. Hemos estado ahí
durante un minuto largo, compartiendo
el último poema de la tiza
mientras la gran ciudad rabiaba alrededor,
y entonces el poema ha terminado, como
terminan todos, y su mano izquierda
ha bajado de golpe y me ha alcanzado
el pedazo de tiza. Me he postrado ante él
sabiendo el gran regalo que me hacía,
y he escrito mi “gracias” en el aire
donde pueda ser oído para siempre
bajo un rígido llanto de concha de mar.

Del encuentro entre García Lorca y Hart Crane

Brooklyn, 1929. Crane ha bebido,
claro, y no tiene idea de quién es
ese andaluz curioso que apenas
comprende el idioma de la poesía.
El joven que los convoca sí lo hace,
en español e inglés, pero de tanto
saltar de una lengua a la otra
le duele la cabeza. Para descansar
se acerca a la ventana y mira abajo,
al East River, que se oscurece
conforme nace la noche.
Algo relumbra ante sus ojos,
una visión doble tan horrible
que ha de cruzarse a bofetadas
el rostro para no echarse a gritar.
No seamos frívolos, no finjamos
que los poetas se ofrecieron amor
o sabiduría, ni siquiera que pasaron
un agradable rato juntos, ni tampoco
nos inventemos un elocuente diálogo
que hubiera paralizado incluso
a las hormigas que recorrían la casa.
Los dos genios poéticos vivos
se conocen, ¿y qué pasa?
Una visión asalta a un hombre común
al mirar un río inmundo. ¿Habéis tenido
alguna vez una visión? ¿El horror ha hecho
que retiréis vuestra cara de golpe
ante la imagen de un hijo vuestro
cruzando el aire en caída libre,
y no desde la popa de un barco
que va de Veracruz a Nueva York
sino desde lo alto del edificio en que trabaja?
¿Te has levantado de la cama a caminar
por la casa y rogar hasta la madrugada
a Dios para que aleje esas imágenes? Oh, sí,
bendigamos la imaginación. Nos da los mitos
con los que gobernar la vida. Bendigamos
el poder visionario del ser humano,
el único animal que lo tiene,
y la exacta imagen de tu padre muerto
y el mío también muerto, y las imágenes
que acechan en un rincón de la mirada
y que no se van a ir. Aquel hombre
era Arthur Lieberman, mi primo,
que estudiaba idiomas en Columbia.
Él me explicó esto antes de morir
en un sueño silencioso de 1983,
en un hotel de Perugia. Un buen hombre,
Arthur; sobrevivió al doctorado,
volvió después a casa –a Detroit–
y vendió pianos en plena Depresión.
A mi hermano le prestó uno, usado,
para componer sus horrendas canciones,
que a Arthur le parecían geniales.
¡Menuda imaginación, la de Arthur!

Traducción de José Morella