Luke nº 120 - Septiembre 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Bestiario
... el anclaje de Murakami es correr. O mejor dicho, lo que se engloba en la acción real de correr y en la actividad mental relacionada con ella. Este buen hombre lleva toda la vida pensando en correr, calculando fuerzas, aprendiendo a entrenar, tratando de superarse ...

José Morella

El libro De qué hablo cuando hablo de correr (Tusquets), de Haruki Murakami, habla de cómo no perder el equilibrio en la vida. Todos necesitamos anclajes para no perdernos. Elementos que viven en nuestra mente y que nos ayudan, espiritualmente hablando, a volver a casa. Sé de un profesor de filosofía que, durante la convalecencia de una enfermedad grave, de esas que dan bastante miedo, se zambulló en los libros que había leído, releído y repensado durante toda su vida. Fenomenología, metafísica, cosas así. Casi se los sabía de memoria. Los había comentado cientos de veces con sus alumnos. Podía leer con un libro cerrado. De hecho, a veces, seguramente, leía mejor cerrándolo que abriéndolo. Con el libro en el regazo visualizaba párrafos completos como quien recuerda fotos. Incluso las marcas en los márgenes, sus propias anotaciones, la punta doblada de la página. Y recitaba palabra por palabra el texto con los ojos cerrados. Despacio, buscando algún sentido nuevo. Por difícil que parezca, siempre hay un sentido nuevo. A veces el sentido parece que se fosiliza, que se seca como una flor, y que ya no puede cambiar más: que no puede sorprendernos. Pero no es así. Sólo hay que masticar con paciencia el texto un poco más a pesar del hermetismo o del aburrimiento. Y si uno está en una cama de hospital, sin seguridad alguna de salir de allí con vida, es imposible que un texto tenga el mismo sentido que antes. El profesor se curó, y estoy seguro de que sus libros, su anclaje a la vida, le ayudó bastante. Como mínimo, a pasar los días con un poco menos de angustia. A olvidarse de sí mismo para poder vivir, para no estar anticipando la propia muerte en su cabeza. Creo que todos necesitamos anclajes. Pueden ser cualquier otra cosa: cocinar, cultivar flores, cuidar o ayudar a otro, enseñar algo, hacer tatuajes, limpiar el suelo, ordenar la casa, desarrollar software, competir en algún deporte, hacer compras, tocar un instrumento, preparar fiestas para los amigos, catar vinos... A los demás, tu anclaje les puede parecer profundo o superficial, pequeño o grande: no hay reglas. Lo bonito de la idea, me parece, es que uno puede hacer un anclaje de absolutamente cualquier cosa. Hay mucha libertad en esta aparente falta de libertad. La cosa que devuelve a casa al niño perdido que llevamos dentro puede ser lo que sea. Para la gente que practica (sinceramente) alguna religión, puede servir una oración o un mantra, pero los agnósticos nos conformamos con cualquier cosa. Los ancianos, muchas veces, se ven olvidados por sus propios hijos y nietos –incluso cuando viven juntos–, y comienzan a repetir una y otra vez, sin fin, las mismas historias de su vida. Esas historias no son sus anclajes: la repetición continua lo es. Recuerda una y otra vez, se dicen, quién eres tú, qué cosas te pasaron. Nadie te escucha, pero da igual. Tú te escuchas. Si se te olvida quién eres, estás perdido. Es muy fácil quejarse de los viejos porque te cuentan batallitas, pero ¿alguna vez te has planteado que no te escuche nadie nunca? Imagínatelo por un momento.

Pues bien, el anclaje de Murakami es correr. O mejor dicho, lo que se engloba en la acción real de correr y en la actividad mental relacionada con ella. Este buen hombre lleva toda la vida pensando en correr, calculando fuerzas, aprendiendo a entrenar, tratando de superarse. Planifica su vida en torno a las carreras, reserva billetes y hoteles para tal o cual maratón, proyecta la escritura de sus libros descontando las horas de entrenamiento, y así con todos los detalles más pequeños: la ropa, las zapatillas, el tipo de suelo en el que corre, el clima... Correr se vuelve un universo completo. El universo. Ha cumplido ya los sesenta años, y nunca va a dejar de correr o pensar en correr de un modo u otro. Por momentos, durante la lectura, me parecía que correr era un elemento máximo, una proeza, un gran logro: Murakami llega a cometer la locura (desde mi sedentario punto de vista) de correr cien kilómetros en un día. Pero si pensamos en la idea de correr, también puede verse la cosa como un mínimo. El punto de referencia mínimo para no perderse. A veces no sé cómo seguir adelante, estoy desorientado, no tengo fuerzas para sostenerme a mí mismo, pero entonces –como siempre– puedo salir a correr. Tal vez después de correr me sentiré mejor. Lo mínimo, me parece, es lo más valioso.

De qué hablo cuando hablo de correr