Luke nº 117 - Mayo 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Pueblos: Arrieta de Lanzarote
... En aquella casita oí por primera vez el nombre de César Manrique y me enteré de todo lo que había hecho por la isla antes de que la isla lo fagocitara convirtiéndolo en un objeto más de consumo ...

Vicente Huici

La foto tiene aproximadamente unos quince años. Sonreímos a la cámara sobre un fondo de mar tan azul como el cielo. Estamos sentados en una mesa de la terraza de Casa Miguel y la botella de vino blanco de El Grifo está ya mediada.

Habíamos tomado una "vieja" excelente, y aquel pez prehistórico, rodeados como estábamos de volcanes apagados y lava negra, nos había transportado a un mundo sin reloj, originario y puro, pleno de sensaciones tan primigenias como el batir de las olas y el olor a sal.

La fotografía nos muestra muy alegres, así que parece ser de un comienzo. Y, sin embargo, es de un final, pues aquella fue la última ocasión en que nos vimos tras una larga comida de despedida. Días después, ella inició una nueva vida, muy lejos del calor y el mar templado, y yo volví a mi rutina con la piel enrojecida y el alma en paz.

Quedaban atrás un par de semanas dulces y apasionadas, recorriendo todos los rincones de Lanzarote, desde los altos riscos de Famara hasta la cala redonda de Papagayo, y desde la emboscada Haría hasta el abierto Arrecife. Pero ella tenía una pequeña casita blanca en Arrieta, y en aquel pueblo de sorprendente nombre vasco recalábamos siempre a última hora para tomar algo en el puerto antes de ir a descansar.

En aquella casita oí por primera vez el nombre de CÉsar Manrique y me enteré de todo lo que había hecho por la isla antes de que la isla lo fagocitara convirtiéndolo en un objeto más de consumo, aunque siempre me quedará la duda de si no era esto mismo lo que él pretendía con cierto espíritu tan sacrificial como vanidoso. Y de allí me llevé, un poco a hurtadillas, un libro excepcional de Manrique que releo de vez en cuando y que se titula Lanzarote, arquitectura inédita.

Pero en aquel puerto recoleto, además, probé el cherne y las papas arrugadas, el mojo verde y el mojo rojo, y estuve bebiendo el delicioso vino de uva malvasía, digno de los dioses griegos. Y también me enamoré del café con sabor terroso que cerraba siempre nuestras noches con un chupito de ron Arehucas, on the rock.

Todos pensaban que éramos pareja –"heterosexual" tendría que añadir a estas alturas de la película–, pero lo cierto es que convivimos como hermanos, hijos igualados de algún padre autoritario, e hicimos de Arrieta nuestro palacio.

Por eso siempre quedarán en la memoria, más allá de la amarillenta fotografía, aquellos largos paseos silenciosos que, agarrados de la mano, dábamos entre la playa y el puerto bajo la atenta mirada del volcán de la Corona.

Arrieta de Lanzarote