Luke nº 119 - Julio/Agosto 2010 (ISSN: 1578-8644)

A la espera de poder leer algún día la gran novela vasca de los años de plomo –afirmación hecha con la cautela que conlleva no haber abordado aún la monumental Verdes valles, colinas rojas de Ramiro Pinilla-, los del interminable y extenuante debate acerca de la identidad colectiva, la liberación nacional y la violencia de origen político, que, no obstante, quedarían cojos sin afrontar fenómenos como el desmantelamiento industrial o la profunda crisis socioeconómica y de valores propiciada en Euskadi a raíz del cambio de régimen, los interesados hemos de consolarnos con enfoques parciales a fin de ir completando con paciencia las piezas, como si se tratara de armar un puzzle trágico, violento, siniestro y, por ello, doloroso y fascinante.

La novela de Juanjo Olasagarre, Las maletas imposibles, publicada en traducción al castellano hace un par de años por la editorial Bassarai, constituiría una de esas piezas elaborada desde la perspectiva de cuatro amigos que residen en un pequeño pueblo situado a caballo entre Guipúzcoa y Navarra donde reina, omnipresente, el culto a la identidad nacional, ante el que todos su habitantes, les guste o no, se ven obligados a posicionarse. Una de esas comunidades cerradas, seudo-endogámicas, en las que se propicia y favorece el reflejo constante de la autoafirmación y, por ello, fuente de opresión para quien no comulga con ella o para quien rechaza su sublimación. No digamos ya para quien reniega de las pautas socio-culturales establecidas, a quien se reserva la marginación, a menudo acompañada del escarnio en caso de osar manifestarse públicamente, o el disimulo y la ocultación.

Éste último es precisamente el caso de Carlos (Bazter), uno de los cuatro amigos, que se ve impelido a emigrar a Londres para buscarse a sí mismo y vivir en libertad su condición sexual. Su muerte, a una edad temprana, convoca a sus tres amigos a su funeral en la capital británica, donde se verán expuestos a la nueva realidad de su viejo camarada. El choque cultural y, aún más, mental que en ellos produce ser testigos del desdoblamiento vital de su amigo sirve de trasfondo sobre el que se revelan las distintas trayectorias, las insalvables diferencias que han surgido entre ellos desde los tiempos de la cuadrilla en el pueblo cuando decidieron su voluntarioso pero torpe compromiso con la causa vasca. Una decisión que nos es presentada como un acto natural, un automatismo, la consecuencia ineludible de su devenir, por lo que quizá se echa de menos ahondar un poco en las motivaciones, en el debate interno que lleva a los amigos a implicarse en la lucha armada.

Los personajes están bien trazados, desde el defensor recalcitrante de la violencia habituado a imponer su voluntad gracias a un carácter dominante hasta el que optó por desentenderse y trasladarse a la ciudad ganándose una reputación de renegado, pasando por el de carácter más acomodaticio y manipulable. Pero todos ellos albergan frustraciones, las contradicciones suficientes para poner de relieve su vulnerabilidad y, sobre todo, su soledad. Su vieja amistad se revela más un producto de la proximidad, del hábito, de la costumbre, que de un sentimiento genuino. En el fondo han sido y siempre serán unos perfectos desconocidos. El fuerte vínculo que les unía y que, por extensión, daba sentido a la colectividad se demuestra ficticio, palidece ante el instinto de protección de cada uno. Sólo el amigo emigrado, pese a su muerte temprana, llegó, gracias a su decisión personal, a paladear lo que es vivir en plena libertad.

Nos hallamos, en definitiva, ante una novela de contrastes: los que separan a un entorno cosmopolita y multicultural de un pequeño y homogéneo enclave rural y, aún más, los que van del ejercicio de la libertad entendida como un empeño estrictamente personal e individual al sueño de la emancipación y la realización como una aspiración colectiva.