Luke nº 119 - Julio/Agosto 2010 (ISSN: 1578-8644)

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... Las conversaciones que se dan en el seno de una familia sobre la depre de la hija menor le bastan para mostrárnoslo todo: la foto pequeña del problema de la chica pero también el álbum completo ...

José Morella

Últimamente, cuando me siento desanimado por el exceso de trabajo o por cualquier otra cosa y se me pasa por la cabeza la idea de dejar la escritura (aunque en realidad no lo llego a expresar nunca de ese modo: es más bien la aparición de una voz interior, de otro jose jodido, un abusón que me abronca y me maltrata, que me dice que estoy desperdiciando mi tiempo, o que no valgo lo suficiente, o que la escritura es una especie de excusa tan grande como la vida que pongo en escena para no enfrentarme a esto o aquello, etc.), cuando –como iba diciendo antes del paréntesis– me agarra la tristeza o el cansancio o ambas cosas y me siento perdido, me funciona muy bien releer las últimas diez páginas de la novela Franny y Zooey, del recientemente desaparecido –aunque, en otro sentido, había estado desaparecido todo el tiempo– J.D. Salinger. Este tipo sabía lo que se decía y lo escribía maravillosamente. Las conversaciones que se dan en el seno de una familia sobre la depre de la hija menor le bastan para mostrárnoslo todo: la foto pequeña del problema de la chica pero también el álbum completo, la historia empapada en el tan norteamericano síndrome de la felicidad neurótico-familiar del tipo nosotros-podemos-con-todo-sin-dejar-de-ser-perfectos que propicia la normal pero por otro lado aparentemente paradójica infelicidad de todos los vástagos de la casa. La novela es un canto a la vida cantado desde el abismo, allí donde poco se puede cantar y casi nada se puede oír. Zooey conoce los demonios de su hermana porque son los suyos, y trata de sacarla del pozo. Ella quiere dejar el teatro y está pasando por una fase espiritual en la que lee el libro anónimo que en español titularon El peregrino ruso, un texto precioso, créanme, que recuerda de un modo sutil y raro a otras religiones orientales, y en el que se formula la oración a Jesús más simplificada posible. Franny está dejando el teatro pero no por una falta de capacidad, sino todo lo contrario. Por un exceso de talento, de inteligencia y de sensibilidad. A esa familia todos los hijos le han salido extremadamente inteligentes y creativos, y para todos ese exceso de visión ha representado, a medio o largo plazo, más problemas que ventajas. De pequeños aparecieron todos en un programa de radio llamado Wise Child, el niño sabio, gracias al cual comprendieron desde temprana edad la fina barrera que separa a una estrella de las ondas de un mono de circo. Esa infancia rara, pendulando entre la adulación y la burla, hace que de adultos no sepan encontrar el equilibrio entre la arrogancia y el amor propio, ni que puedan entender con facilidad qué es eso que les molesta tanto y no les deja vivir (posiblemente una ira original no resuelta contra unos padres que les exhibieron y los usaron, pero esto es pura interpretación mía, o pura invención para ser más precisos). Salinger se inventa un diálogo telefónico para que Zooey anime a su hermanita, y dentro de ese diálogo se halla una de las alegorías (¿o me estoy confundiendo de tropo?) más eficaces que uno pueda imaginar: la de la señora gorda. Búsquenla, está casi al final, pero no entenderán mucho si no leen la novela entera...

PS: ni de casualidad vayan a pensarse que tengo la arrogancia de equipararme en algo a estos niños prodigiosos de la novela, cuya inteligencia y melancolía, supongo yo, están sacadas de la vida del propio Salinger. Pero lo que les alivia a ellos parece aliviarme a mí también. Salinger escribe como un médico enfermo, y los médicos enfermos saben dar mejor las medicinas que los sanos.

Franny y Zooey