Luke nº 113 - Enero 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Entrevista a Ángel Olgoso (I)
Angel Olgoso

Emilia Lanzas

Fotografías: Julio Jurado
Texto: Emilia Lanzas

Publicó su primer libro de relatos, Los días subterráneos, en 1991. Después llegarían La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada, año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante y Los demonios del lugar, Astrolabio y, finalmente, La máquina de languidecer, publicado en la editorial Páginas de Espuma y que fundamenta esta entrevista. José María Merino destacó en la presentación la narratividad y la vertiente cósmica de los relatos de Olgoso. El autor subraya que, si hay un tema central en estos cuentos es, sin duda, la extrañeza que puede provocar el propio cuerpo.

La máquina de languidecer me ha parecido un libro más cercano a la literatura gótica que a la fantástica. Sobre todo por su halo romántico y por la presencia de lo macabro y lo onírico. E incluso posee más ingredientes de los cuentos de miedo y de las ghost stories. ¿Estás de acuerdo?

El libro es un calidoscopio con una gran diversidad de tonos y de formas, siempre dentro de la brevedad y de lo fantástico. Hay elementos macabros, desasosegantes, humorísticos. Están todos esos elementos que señalas y otros más lúdicos, pero no creo que predomine lo gótico, aunque algún rasgo romántico es inevitable dado el interés que siempre he sentido por esa tradición. Su apuesta radical por la imaginación y el individualismo, su complacencia en lo oscuro, misterioso o lejano, su trasgresión de lo cotidiano, lo emparenta con mi concepción de lo fantástico, con mi gusto por lo poco común.

Opino que la creación de atmósferas inquietantes junto con la presencia del cuerpo violentado son las dos constantes principales. ¿Son sus hilos conductores?

En principio, no soy partidario del dogma. No me gusta el sentido unitario de los libros de relatos. Mi piedra de toque principal es el relato independiente. No obstante, si hay que buscar vínculos, el principal hilo conductor sería más bien la extrañeza que puede producir el cuerpo humano y, por extensión, todo lo que nos rodea. Como dice Merino, en nuestra existencia nada hay que no sea raro y, como escribió Ballard, el cuerpo humano es una exhibición de atrocidades. Philippe Sollers, en su obra Sade, ya habla de que el cuerpo humano siempre ha estado en peligro. De unos años a esta parte, la visión del prójimo como torturador es el escabeche en el que se macera mi cerebro, circunstancia que imagino se reflejará inevitablemente en mis textos. Por otro lado, la creación de atmósferas inquietantes es el ingrediente que más he mimado siempre a la hora de escribir un relato, y quizá el más logrado, aunque como es lógico eso puede apreciarse mejor en relatos más largos.

¿Responde a una motivación simbólica que el libro tenga exactamente cien cuentos, o se debe a una exigencia editorial?

Normalmente trabajo los relatos como objetos independientes, como gemas que no tienen necesidad de formar parte de un collar. Sólo en La máquina de languidecer me propuse, casi como un reto, como un juego, escribir una serie de relatos brevísimos que no pasaran de una página y que tuvieran un cierto aire de familia. Pero esos mimbres no son demasiado estrictos, por lo que aquí el lector no encontrará la cansina repetición de una obsesión, sino cien cápsulas estimulantes que despertarán su inquietud, sus emociones o su sonrisa, cien agujas que lo punzarán puntualmente: unas cosquillean, otras duelen, otras hipnotizan y otras hacen soñar.

¿No opinas que designar a los cuentos de corta extensión “microrrelatos” o “minificción” –e, incluso, “literatura cuántica”– es una manera de primar la forma sobre el contenido?

Estoy de acuerdo. Es contraproducente. Y la brevedad no es ningún valor por sí misma. Lo que hay que conseguir es la mayor brevedad con el menor número posible de palabras. Creo que en este caso la nomenclatura, e incluso la brevedad, son irrelevantes. Yo sólo escribo relatos. Independientemente de la extensión, cada uno nace con su propia envergadura, voz y color: unas veces ocupan una línea y otras treinta páginas, pero siempre procuro que sean milimétricos y quintaesenciados y, por supuesto, que tengan sustancia narrativa. Naturalmente, a menor extensión se requiere mayor intensidad, y es cierto que la extensión breve magnifica las palabras, hace que desborde la página y dejen una huella imborrable en el lector; sin embargo, opino que fondo y forma son inseparables, que la brevedad no es un fin, un valor en sí mismo.

El primer relato breve que escribí fue en 1978 y todavía no existía el término “microrrelato” para designarlo, y desde entonces he escrito unos cuatrocientos.

Yo estoy abocado a la brevedad desde toda la vida: por convicción, por afición, por carácter (soy poco dicharachero) y también por respeto hacia el lector. Hay que ahorrarle los tiempos muertos, la genealogía interminable, los detalles intrascendentes…

En la poética que escribiste para Pequeñas Resistencias (antología de cuentistas actuales, también de la editorial Páginas de Espuma) decías que “sólo quien se siente extraño en el mundo es capaz de aceptar lo fantástico, lo extraordinario”. Como Poe, como Kafka… ¿Piensas que esa inadaptación, ese desequilibrio entre el escritor y su entorno es también imprescindible para hacer buena literatura?

Supongo que sí. Bueno, al menos en mi caso lo ha potenciado de manera extraordinaria. Yo siempre me he sentido como un pez fuera del agua, siempre he trabajado en torno al extrañamiento y lo he hecho irremediablemente porque responde a mi percepción: mi visión de las cosas es extraña y la realidad lo es aún más. De ahí surge lo fantástico en mis relatos, que se han convertido con el tiempo en pequeñas dosis de un antídoto que me permite sobrevivir al veneno de lo real. No me interesa reproducir sin más la cruel y terrorífica tiranía de la realidad, me gusta, en cambio, reinterpretarla, presentar enmiendas a lo cotidiano, escapar de las limitaciones del espacio y el tiempo, buscar otras perspectivas o, en versos de Gil-Albert, “una promesa / de rebasar lo sórdido del mundo / de acometer lo mágico inaudito”.

Rafael Llopis en su Historia natural de los cuentos de miedo, escribió que “cuando en la evolución progresiva de la conciencia humana muere una creencia, renace a nivel superior en forma de estética. La creencia ya no se puede aceptar como creencia; pero el sentimiento de base persiste en virtud de esa inercia propia de la vida síquica oscura, subcortical, de los sentimientos, y se labra una nueva vía de expresión. Esto se puede aplicar al arte, pero en especial, a los cuentos de miedo”. ¿Qué creencias sobreviven en tus cuentos? O, dicho de otra manera, ¿cuál es el relato secreto preponderante, ese que es narrado de un modo elíptico?

Creo que el tema que se mantiene en sordina bajo la mayoría de mis relatos es el miedo, el desasosiego, el miedo al otro, a la naturaleza, al paso del tiempo, al dolor o a la muerte. En mi relato Los palafitos hay otra variedad que es el miedo de la humanidad como especie, un miedo ancestral, cósmico podríamos decir. Y, claro, de forma menos elíptica, mucho más exhaustiva, está presente en mis relatos la idea de la realidad como ilusión. También está la recreación de mitos desde mi propia perspectiva.

(... continuará)

Angel Olgoso
Fotografías: Julio Jurado