Luke nº 113 - Enero 2010 (ISSN: 1578-8644)

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...se propone que el texto no contenga, bajo ningún concepto, la lógica, los juicios de valor o las conexiones mentales típicas de los adultos ...

José Morella

En los niños, la diferencia entre ver y descubrir apenas existe. No conocen el esfuerzo, ni la disciplina, ni la presión de objetivos o finalidades. No juzgan los resultados, porque tampoco los buscan. Son máquinas de aprender y sorprenderse. Por eso los idiomas nuevos, por ejemplo, son tan fáciles para ellos. En realidad, palabras como “aprender” o “fácil” son sólo términos de adultos que tratan de explicar a los niños. Pero ellos no hacen nada en el sentido que los adultos damos a “hacer”, así que no conseguimos explicarlos muy bien. Sin embargo, Gordon Lish, en Perú, nos regala una impresionante ilusión: la de que su narrador sí lo consiga. Se propone que el texto no contenga, bajo ningún concepto, la lógica, los juicios de valor o las conexiones mentales típicas de los adultos. Intenta recordar con minuciosidad cómo el niño vivió y pensó las cosas que le pasaron. Eso es difícil cuando se cuenta un asesinato cometido a los seis años de edad sin ningún sentimiento de culpa. Sin ninguna intuición previa de causa o efecto por parte del asesino. El narrador de esta camuflada autobiografía, Gordon, trata de no juzgar, puesto que el niño que fue y que mató a otro niño tampoco juzgaba. En esta novela no hay ninguna moral. No trata de nada que no sea la memoria particularísima y absolutamente libre de las acciones, deseos y pensamientos de un niño. El hecho de que nos reconozcamos ahí es lo que da al texto una dimensión aterradora e hipnótica: nos da la sintaxis síquica de cuando aún no éramos el montón de prejuicios con patas que ahora somos. Cuando pensar era como andar o mirar o comer. Puro presente, puro ser, sin consciencia alguna de pasado ni de futuro. El pequeño habla de su casa familiar con palabras como “dragar”, “fosa séptica”, “salchicha” o “ducha”, mientras que el exterior de la casa se dice con otras, como “tul”, “corpiño” y “verduras”. Él pone elementos en juego y somos nosotros, los adultos, los que interpretamos y conectamos. El niño sólo ve, oye y consigna. Declara lo que hay. Oye palabras en un sitio, palabras en otro. Por ejemplo: relaciona la ducha con sensaciones negativas en contraste con el baño, y el lector proyecta su suspicacia de adulto para leer ahí que su padre abusaba sexualmente de él: decía que había que ahorrar agua y que por eso tenían que ducharse juntos. Pero eso Gordon no lo dice. Dispone las cosas de tal modo que están a punto de cerrarse en verdades reveladoras, pero no acaban de cerrarse y quedan ahí, tentando al lector para que él o ella las cierre y caiga, así, en la visión excesiva e inevitable que llamamos lectura. Leer, aquí, es ver de más, como en las figuras que se usan para explicar la sicología de la gestalt. Equivocarse o correr el riesgo de equivocarse. Sobre haber matado a palazos a otro niño, Gordon simplemente dice: “Me impresionó la forma en que otra persona se puede desplomar. Fue muy impresionante ver cómo uno puede hacer que otra persona se desplome solamente por algo que has hecho, por algo que hiciste”. No sabemos por qué lo mata, sólo que lo hace. Hay cosas que pasan. Hay aquí y allí, esto y lo otro, pero un esto y lo otro no engarzados causalmente.