Luke nº 123 - Diciembre 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Tarde de lluvia
... deja pensar y actúa, me decía. La lluvia no tenía intención de detenerse. Actúa, actúa ...

Javier Úbeda Ibáñez

Llovía, desesperadamente. Caían cantos de un cielo negro que rugía hambriento de ruidos. El estruendo de los relámpagos era ensordecedor. La calle, agotada de tanta agua, estaba desierta. Yo no llevaba paraguas, ya que antes de salir de casa el sol lucía despampanante. Tenía una cita, que ya me habían anulado con un escueto mensaje: “Lo siento, lo dejamos para otro día. Te llamo”.

Me cobijé debajo de un portal durante una larga y eterna hora. El agua descendía cada vez con más rabia, chocaba contra el suelo, como castigándolo. Las gotas de lluvia parecían cuchillos afilados. Me daba miedo salir y que se me clavara uno. ¿Qué estaba pasando por ahí arriba?

Desde mi refugio podía ver la panorámica de los edificios, las luces de las ventanas. A la gente resguardada en su casa, tranquila. Apenas pasaban coches. Estaba completamente empapada y tenía frío. Comencé a tiritar. Deja pensar y actúa, me decía. La lluvia no tenía intención de detenerse. Actúa, actúa. Empecé a correr, sorteando la impetuosidad de la tormenta como podía. Me metí en el primer bar que encontré.

Me quedé quieta en la entrada, observando. No sabía qué hacer, hacia dónde dirigirme. Desde la barra, un hombre bastante alto, robusto, de unos cincuenta años, de labios densos y bigote cuidado, me escudriñaba con interés. Yo seguía quieta. Levanté primero una pierna, luego otra. Sí, me podía mover, no me había quedado pegada. El hombre, tras la barra del bar, seguía estudiándome con unos ojos intensamente azules. Cada vez que me lanzaba una atenta mirada me volcaba un pedazo de mar encima. Si en esos momentos hubiera sobrevolado una gaviota por encima de su afeitada cabeza, me hubiera sentado a escuchar el murmullo de las olas al chocar entre sí. Con una voz suave, que no se correspondía con su envergadura corporal, se dirigió a mí:

–¡Menuda lluvia! ¡Le ha caído la mitad a usted!

–Sí –asentí resignada.

–Pase, pase y séquese, se va a enfriar. En el lavabo tiene usted un secador.

Eso hice: pasé y me sequé.

–¿Me pone un café con leche bien calentito, por favor?

–Enseguida. Siéntese, ahora se lo llevo a su mesa.

-Gracias.

Apenas me había fijado en el interior del bar. Eché un vistazo; la decoración era realmente acogedora. Se trataba de una sala bastante amplia, en la que predominaban los colores blanco y verde. En blanco, los sillones; en verde, las mesas. Se asemejaba al salón de cualquier casa. De una de las paredes colgaba una exposición de fotografías; otra se adornaba con imitaciones de famosos cuadros de arte contemporáneo.

La luz, perfectamente distribuida por toda la sala, completaba ese ambiente familiar. En una de las esquinas había un espléndido piano, y a su lado, un pequeño escenario. Como sonámbula me dirigí hacia el piano. Me senté y me puse a tocar. Unos aplausos me hicieron reaccionar.

–Ha parado de llover –me dijo una voz sedosa.

Me giré, lo vi y me enamoré. Sin mediar palabras –no hacían falta–, se acercó y me besó.

Ha pasado una década de aquella tarde de lluvia. Todos los años celebramos nuestro aniversario en el bar del piano, llueva o no.

charco
Fotografía: Angel Lz. de Luzuriaga