Luke nº 123 - Diciembre 2010 (ISSN: 1578-8644)

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He hecho croquetas (I)
... recogiéndose el pelo en un kiki, nos convocaba al evento: unas veces en la cocina, donde la mirábamos cocinar el tradicional pavo estadounidense, con su relleno de pan y cebolla ...

Michelle

Cuando era pequeña, la mujer que nos cuidaba, María, bajita y oronda, con una fortaleza y una risa irrefutables, hacía bizcocho los domingos para los desayunos de la semana. Vivíamos en el campo porque nuestra madre quería que pudiéramos montar en bici libremente, subirnos a los árboles, explorar territorios, caminos, cuevas… A María también le gustaba que la dejáramos en paz algunos ratos. Decía que la cansábamos, sobre todo yo, que creía que las niñas tenían derecho a opinar sobre las cosas que les afectaban. “Eres una respondona”, me decía a menudo, a gritos en los momentos culmen, o como severa reflexión nocturna, mientras se mecía junto a la mesa camilla con infiernillo y se tiraba sus clásicos y sonoros pedos (esos que tanto nos aterrorizaba oír a mi hermano y a mí). Yo siempre la pedía que me explicara por qué decía aquello, pero, en un sentido profundo, nunca llegué a entender las razones.

María había sido taquillera de cine en los años treinta, antes de la guerra. Había conseguido el trabajo gracias al sindicato, porque en aquel entonces, la gente pobre y la gente sin empleo, se iba al sindicato a pasar la tarde, y se buscaban empleos para todo el mundo. Era raro que las mujeres tuvieran trabajos remunerados que no fueran la prostitución, limpiar o ser maestra, pero cuando María se quedó viuda muy joven, con siete hijos que alimentar, el sindicato le buscó aquel empleo. Cuando conoció a mi madre, sus hijos eran ya hombres con carreras y ella tenía nietos. Sin embargo, para sorpresa de su familia, decidió dedicarse a mi madre, a mi hermano y a mí. Mi madre la necesitaba más que sus hijos. Así lo entendieron las dos mujeres.

El paso por la cocina de mi madre pudo ser, entonces, sólo en Navidad y de carácter radicalmente festivo. Recogiéndose el pelo en un kiki, nos convocaba al evento: unas veces en la cocina, donde la mirábamos cocinar el tradicional pavo estadounidense, con su relleno de pan y cebolla, su acompañamiento de patatas asadas con piel, y el magnífico pastel de chocolate escocés; otras veces, sobre el mantel de hilo, en el salón, donde preparaba el sukiyaki, un plato japonés al que se le podía echar huevo crudo encima cuando te pasaban el cuenco (daba asco al principio pero sabía bien), que comíamos con palillos o sorbiendo ruidosamente aunque sabíamos que eso no se hacía. Nos habían enseñado a comer siguiendo las normas más exquisitas, que incluían pelar las naranjas con cuchillo y tenedor. Con aquellas lecciones, por cierto, yo me había empezado a dar cuenta de que había reglas sociales bastante ridículas, que pelar una naranja con cuchillo y tenedor era absurdo porque podía hacerse sólo con cuchillo, decapitando los polos y dibujando gajos sobre la piel rugosa, como hacía mi abuelo. En cualquier caso, hacerlo para variar tenía su gracia, así que en estas ocasiones me armaba hasta los dientes con los dos utensilios y le pelaba la naranja a quien me la pusiera por delante, mientras mi hermano pequeño, agarrándose fuerte a una katana que trajo nuestra madre de Oriente, me emulaba con cara de buda cabreado.

Por decirlo de otra manera, en mi infancia no se produjeron esos numerosos momentos caseros en los que las niñas aprenden inconscientemente a cocinar viendo a su madre hacerlo, para en el futuro colmar las expectativas de la humanidad llegando a ser una mujer capaz de cocinar “por puro instinto femenino” (la gran fachada de la opresión, su justificación última). Mi corta experiencia de aprendizaje se limitaría a los bizcochos dominicales de María.

Los domingos, pues, encaramada a un taburete altísimo de club nocturno para llegar a la barra de madera que teníamos en la cocina, la tarde comenzaba con María reuniendo los materiales: ocho huevos, medio kilo de harina, cuarto de azúcar, los cuencos para batir, el tenedor, el recipiente del horno, la mantequilla, la espátula de goma; y yo, preparándome la merienda: en media barra de pan, alineando concienzudamente primero las rodajas de chorizo, luego las de salchichón y finalmente las onzas de chocolate. María mezclaba primero las yemas con el azúcar, batiendo con una rabia (tie-ne-que-que-dar-muy-muy-muy-fina, tie-ne-que-que-dar-muy-muy-muy-fina) que siempre acaba en risas y en perdigones de pan masticado porque me atragantaba. Llegaba mi turno: batir las claras al punto de nieve, lo más fascinante. Después, María echaba el huevo en la nube frágil para mezclarlo todo, y yo frotaba el molde con mantequilla y lo espolvoreaba con harina (quedaba lista yo también para el horno). Por último, vertíamos la masa en el molde, una lengua de lava amarilla, y ¡al horno! María sacaba una botella de vino “de misa” y me echaba un chorrito. Pronto, la casa se inundaba de un olor tan bondadoso que debería disfrutarse de él en toda mesa de negociación política. Pinchábamos el bizcocho con una aguja larguísima, María gruñía de satisfacción, y sacábamos la obra: un rectángulo dorado y humeante, compacto, que se mantendría tierno día tras día porque no llevaba levadura. (No he vuelto a probar aquel sabor, supongo que en la infancia las cosas saben diferente).

Continúa en el próximo número