Luke nº 123 - Diciembre 2010 (ISSN: 1578-8644)

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Plazas: Plaza Nueva/Barria (Bilbao)
... fue en 1872 cuando, cerrada con tablas de madera y pez, e inundada a modo de canal veneciano, la plaza sirvió para dar la bienvenida a Amadeo I de Saboya ...

Vicente Huici

Salvo el 21 de diciembre, día de Santo Tomás, en el que se celebra un mercado rural muy popular durante toda la jornada, a esta plaza hay que venir un domingo por la mañana. Pero hay que llegar, a poder ser, dando un rodeo por el Paseo del Arenal, desfilando lentamente entre los puestos multicolores de plantas y flores.

Luego, ya en la plaza, hay un poco de todo. Predominan los libros de segunda mano. Y entre libro y libro, uno también puede tropezarse con algún que otro vídeo y, por supuesto, con minerales, monedas y billetes. Además, queda un puesto con algunos periquitos renqueantes y una veintena de ávidos peces rojos.

Sentado en una terraza y degustando unas buenas rabas con un marianito, me viene a la memoria el episodio más glorioso que en esta plaza transcurriera. Fue en 1872 cuando, cerrada con tablas de madera y pez, e inundada a modo de canal veneciano, la plaza sirvió para dar la bienvenida a Amadeo I de Saboya. La cosa, por lo visto, no acabó muy bien. Primero porque don Amadeo, como hubiera sido de prever, no acababa de entender el sentido de la exhibición, y, después, porque algunas tablas cedieron y el agua se llevó por delante góndolas y gondoleros.

No obstante, la plaza ofrece también un variado paisanaje actual (que no actualizado). Así, por ejemplo, el último día que bajé con Maite vi de soslayo al amigo Pablo parado entre el gentío, con la expresión ausente y la barba descuidada. Exhibía –no se puede decir de otra manera– un ejemplar de la revista LEER en el que destacaba a grandes letras el nombre del reciente premio Nobel Mario Vargas Llosa. Era la viva imagen de la imposibilidad de la literatura para salvar a nadie de nada, y menos de una vida un tanto desastrosa, por mucho que les pese a todas las hordas de lletraferits.

Otrosí entreví a Patxi, que no pudo verme en absoluto debido a que, para aquella hora, ya se había tomado unos cuantos gin-tónics, rememorando probablemente algunas turrulladas colectivas y alcohólicas de la mano de un Jon Juaristi que todavía no había emigrado y que ejercía de “alcaide” sádico de Vinogrado ante una cuadrilla de masoquistas arábico-vascones. Y por una esquina pasó arrebolada “la chica del Mercedes”, persiguiendo a un chavalote peleón como antes perseguía la Revolución Permanente, mitin tras mitin, y canuto tras canuto, hasta que se echó un novio menos alternativo que tenía un BMW y ella se compró un coche análogo que le brindó un nuevo nombre de guerra.

Pero ya son las dos y los libreros comienzan a recoger su mercancía. El metro y el tranvía se van llevando a los turistas, y los indígenas se dirigen un poco achispados hacia sus casas con la promesa de una buena comida y una mejor siesta dominical. Las terrazas se van vaciando y pronto ya no quedarán sino los bebedores impenitentes. En un par de horas, un viento silencioso se apoderará de la plaza sin encontrar resistencia. Y yo, para no perder las buenas costumbres, cruzaré el puente del Arenal y me tomaré un menú en el Café Iruña antes de dejarme caer en el sofá.