Luke

Luke nº 110 - Octubre 2009
ISSN: 1578-8644
José Morella

Bestiario

A veces aparecen en mi vida curiosas coincidencias que me obligan a detenerme como si me llamara alguien, por la calle, a lo lejos. En cuestión de un par de días me topé (no sé si un sicoanalista diría que por casualidad) con varias alusiones a la idea del perdón: la primera, volviendo a ver un documental sobre Vinicius de Moraes donde el inigualable Tom Jobim, sospecho que elegantemente intoxicado, habla de la etimología de la palabra perdón. La segunda fue al día siguiente, cuando se me ocurrió sacar de la máquina expendedora de mi videoclub la última de Almodóvar. Allí me encontré a Lluís Homar hablando de la historia de Arthur Miller y su hijo con síndrome de Down. El muy bestia lo abandonó en un sanatorio y no quiso volver a verlo. Homar (esto es, Almodóvar) se plantea rodar una película sobre el poder del perdón y de la vida sin resentimiento. La escena principal sería esta: al final de una conferencia de Arthur Miller, un hombre con síndrome de Down se le acerca, le abraza efusivamente y, emocionado, le dice que está muy orgulloso de él. Es su hijo. Después, en algún momento puse la radio y oí a unos periodistas deportivos hablando sobre el Yom Kippur, el día del perdón y la expiación. Resulta que a un futbolista judío de la liga española le coincidía un partido con dicha festividad. Uno de los periodistas reconoció humildemente no tener ni idea de qué era el Yom Kippur, y entonces otro, que había estado investigando, se lo explicó. Dijo que en Yom Kippur se ayuna y no se hace nada: no se navega por Internet, ni se lee, ni se conduce, ni se trabaja, ni se cocina, ni se escribe. Nada de nada. Es un tiempo que se usa para reflexionar sobre las ofensas que uno ha cometido. Se trata de expiar las faltas y de reconciliarse con los otros y con uno mismo. Pensé en lo liberador que sería tener un día así en nuestra cultura. Qué beneficioso sería para todos, creyentes o no, disponer de algunas horas para pensar exclusivamente en qué hemos hecho mal y por qué. Horas de introspección, de sinceridad. Horas sin tele, sin ruido, sin charlas vacías, sin comida. Un día, tú solito, en tu interior. Qué miedo, sí, pero qué alivio nos traería, estoy seguro. Total, que para hacerle caso a mis coincidencias, además de pensar en mis ofensas personales y teniendo en cuenta que aquí tengo que escribir, lato sensu, de literatura, intenté recordar qué libro he leído en los últimos años que hablara sobre las ofensas y la necesidad de perdón. Y el mejor, sin duda, es Expiación, de Ian McEwan. Lo que pasa es que a esta altura de mi escrito ya no tengo mucho espacio para hablar de McEwan. Diré poco: es una novela tan buena que siempre me ha intimidado hablar de ella. Llevo años recomendando su lectura a todos sin saber decirles por qué. Habla de la expiación -no por un día, sino por toda una vida- de una falta cometida por la protagonista, Briony, a los trece años de edad. Esa falta cambió la vida de Robbie y Cecilia, dos enamorados que tuvieron que separarse para siempre a partir de aquel incidente. Robbie era inocente pero fue visto por todos como culpable, dado que normalmente vemos lo que estamos predispuestos a ver en lugar de lo que hay delante de nuestras narices. Las clases altas miraron a ese chico, de clase baja, con sus prejuicios puestos como gafas, y por eso lo juzgaron sin derecho a defenderse. La novela es una genial puesta al día de muchas cosas engastadas en la tradición novelística inglesa: Robbie es un nuevo Heathcliff (en Cumbres borrascosas Heathcliff también es un protegido de la familia, visto por el padre de Catherine como un igual). Y recuerda un poco al minero y guardabosques de El amante de Lady Chatterley, de D.H. Lawrence, porque, como él, está a la vez camuflado y perdido en el bosque social: es humilde pero ha aprendido a hablar y a seducir como un rico. Es un espíritu dulce obligado a la dureza. La narrativa de Dickens está plagada de esos personajes dulces que son duros a la fuerza. También pensamos en las chicas de Jane Austen, tan conscientes, hiperconscientes diría yo, de las reglas sociales y de la impermeabilidad de los estratos. Todo eso es el humus de McEwan, su tradición, y nos lo vuelve a regalar envuelto en una novela de hoy, una de las mejores que he leído. El tema es el perdón y la dificultad de reconciliación entre los que tienen y los que no. Y unos, me parece, tienen que perdonar, en el balance final, un poco más que los otros.

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