Luke

Luke nº 106 - Mayo 2009
ISSN: 1578-8644
Vicente Huici

Escrituras X: El narrador: tópicos y realidades

La figura del narrador por excelencia, la del novelista, suele ser, en sí misma, novelística. En efecto, el novelista se presenta bien como artista, es decir, con un aspecto y una indumentaria particulares que marcan una diferencia con el común de las gentes, bien con el aspecto del monje, quedo, callado y poco amigo de solemnidades. Pero, asimismo, desde hace algún tiempo, con la proliferación de best-sellers de difusión internacional, también puede presentarse como un ejecutivo simpático que confiesa sin pudor que lo que le interesa es vender libros.

Suponiendo que quien se presenta como autor de una novela es quien realmente la ha escrito –lo cual no tiene por qué ocurrir desde que se ha inventado el paraguas de la denominada “intertextualidad”, antes llamada plagio–, estas figuras ocupan diferentes posiciones en el mercado literario, constituyéndose en puntos de referencia para diferentes públicos que se distinguen entre sí según un criterio de distinción (Pierre Bourdieu, La distinción. Crítica social del gusto, Ed. Taurus, 1988).

Así, quienes buscan entretenimiento y materia para el comentario liviano tomando un café, van en pos de las obras que ocupan el escalafón más alto entre los más vendidos que aparecen en las clasificaciones de los periódicos. A estos se contraponen quienes buscan más conocimiento que entretenimiento, y los libros a los que se acercan suelen ser tan severos como sus autores, volviéndose las lecturas, relecturas (de libros que merecen la pena ser leídos al menos dos veces, como suele decir el lúcido y conservador Valentí Puig). Finalmente, aquellas personas que pretenden la exaltación hasta el punto de pretender convertir su vida en una vida literaria, tan sólo leen aquellos libros en los que se evoca la vida artística tal y como la evocan quienes los escriben con sus actitudes y sus palabras. Ni que decirse tiene que estos últimos son quienes se otorgan a sí mismos el grado máximo de distinción frente a los anteriores, a los que consideran lectores de más o menos bajo calado.

Pero en cualquiera de los tres casos, la figura pública del narrador se presenta en el imaginario común como una figura internamente muy abierta, es decir, dotada de una libertad de creación muy superior a la del historiador o a la del filósofo, debido a la suposición de que el narrador articula su obra en la mera imaginación mientras que el historiador (o el sociólogo, o el sicólogo) debe regular su escritura desde la investigación empírica; y el filósofo, desde el rigor lógico. Así, el novelista, como creador, aparece como alguien que no tendría límites en su escritura, o bien como alguien cuyos límites estarían marcadas por su habilidad para entretejer historias como Teseo desenrolló el hilo de Ariadna en el laberinto de Knossos, y se convertiría, como aquel, en un semidiós, por no decir en un verdadero dios. De aquí, de esta supuesta omnipotencia, parece provenir el hecho de que la narrativa, sobre todo la novelística, resulte tan atractiva, en sus diversas modalidades, no sólo para un amplísimo público, sino también para muchos de quienes quieren iniciarse como escritores o escritoras.

Sin embargo, todas estas consideraciones no dejan de ser lugares comunes, es decir, tópicos, que ocultan como pueden la verdad del narrador o de la narradora como escritores. Pues más allá –o más acá, depende desde donde se mire– del público lector y de la obra en cuestión, quien narra es alguien que escribe y que debe (de) tener una serie de habilidades para llevar a cabo este trabajo que unas veces es muy admirado y otras muy denostado.

Pues escribir, y aun narrativa, implica realizar muchas elecciones previas, así como someterse a una disciplina estricta, y, lo que no se suele casi nunca tener en cuenta, disponer de un gran fondo de paciencia. Cualidades todas que, tras un largo proceso de aprendizaje, se convierten en habilidades y que frecuentemente se obvian en la percepción de la figura del novelista, sea esta la del artista, la del monje o la del ejecutivo.