Luke

Luke nº 104 - Marzo 2009
ISSN: 1578-8644
Javier Martín Ríos

Paseando con Lorca en medio del invierno

En una vetusta ciudad como Granada apenas hay parques públicos. Es una ciudad de calles estrechas, de laberínticos barrios, de una larga historia confundida en cada una de sus esquinas, y el espacio público siempre ha girado en torno a las innumerables plazas que hacen respirar a la ciudad entre tantos muros construidos a lo largo de los siglos. En las plazas, los habitantes de Granada siempre han tenido su lugar de encuentro, su banco para reposar y hacer un alto en el camino, sus fuentes para refrescar el sol del estío, sus palomas acechando las dádivas de los transeúntes, sus cafés para ver pasar tranquilamente la vida de la calle tras las vitrinas. Pero en la parte nueva de Granada las autoridades siempre olvidaron construir unos parques públicos que le dieran a la ciudad nuevos espacios para el civismo. Cuando una ciudad vive demasiado en su pasado termina ahogándose en su propio orgullo. Nunca hay que olvidar que la historia no tiene fecha de caducidad.

Cerca de mi nuevo hogar se encuentra el parque Federico García Lorca. Se construyó en la que fuera la casa de campo de la familia Lorca en la vega granadina, conocida como la Huerta de San Vicente y hoy convertida en casa-museo, y que aísla por el sur a la ciudad de los ruidos mecánicos de la circunvalación. Pasear en medio del invierno y bajo la lluvia por este parque supone reencontrarse con uno de los lugares clave del poeta español más leído y traducido hasta la fecha. En el corazón del parque se encuentra la casa que fue de la familia Lorca, la cual, a pesar de estos largos días grises, más propios de las latitudes del norte, refulge con su blancura de cal en el paisaje de invierno. En la segunda planta de esta hacienda de campo, en una habitación con una ventana abierta a la desmesura de Sierra Nevada, que lleva varios meses cautiva entre densas nubes, Federico García Lorca escribió gran parte de su obra literaria.

La sencillez de esa habitación, con una pequeña cama y un bello escritorio, con esa ventana llenando de luz la estancia, por donde entraba el olor de los jazmines y los rosales, “ese dolor de cabeza producido por las flores en la noche andaluza”, el poeta encontró ese espacio de sosiego para levantar de los sonidos de la tierra su particular universo poético. Quizá, con el paso del tiempo, la poesía de García Lorca va disminuyendo su huella entre las nuevas generaciones de poetas, pero muchos de sus poemas siguen palpitando con la misma fuerza que cuando se escribieron en esa sencilla habitación de la Huerta de San Vicente.

La ciudad no es la misma que en los años veinte y treinta del siglo pasado. Las máquinas y el cemento devoraron una buena parte de la vega granadina. Cuando se pasea a solas por este pequeño parque en una mañana de duro invierno, el paseante no puede evitar detener la mirada en esa ventana de la segunda planta de la hacienda de campo y pensar en un instante en ese hombre que vivió y murió por la poesía. Quizá, en un día como éstos, García Lorca mirara la huerta desde su habitación, añorando las mañanas de sol de la primavera, a la espera de ver florecer las primeras rosas en el jardín.

Mas ahora hace un frío de perros y al paseante no le queda otro remedio que sentarse en un solitario banco y leer algún poema que le traiga de golpe el sol y la brisa de la primavera. A veces la literatura transpira ese don, ese bálsamo ficticio que hace que estos días tan tristes y duros de frío invierno sean más apacibles y llevaderos.

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