Luke

Luke nº 108 - Julio-Agosto 2009
ISSN: 1578-8644
Sergio Sánchez-Pando

Zarzalejo Blues. Sandor Mârai: diarios 1984-1989

Pena, angustia y dolor es lo que transpiran las páginas de Diarios 1984-1989, los que corresponden a los últimos años de vida del escritor húngaro Sandor Màrai.

Anotaciones esporádicas, austeras, de un hombre cansado pero lúcido, que se sabe un despojo de otro tiempo y lugar, lejano, ya extinguido, o casi, porque aún sobrevive, a duras penas, en su conciencia, aunque condenado a desaparecer muy pronto y para siempre. Y es que la vejez parece conformarse en torno a un puñado de certezas.

Vestigio de la elegante Budapest de entreguerras, a la que tanto gustaba mirarse en el espejo de París y de Berlín, cuando no en el propio reflejo que le devolvían las aguas del Danubio; fiel representante de un orden burgués, tan riguroso en las formas como precario en sus fundamentos, ya entonces amenazado –más que ilustrativo resulta el anacronismo de un país gobernado por un almirante pese a haber perdido su salida al mar–, ese mismo que recrea una y otra vez en sus novelas teñidas de desengaño y que vería consumirse con estrépito como hojarasca seca en la hoguera del infierno europeo; resulta chocante imaginar a Màrai, agradecido pero desubicado al modo de tantos exiliados, viviendo sus últimos días en un funcional barrio residencial a orillas del Pacífico.

Allí vela por la precaria salud de su mujer, con la que había compartido toda una vida, y de cuyo fallecimiento ya no se repondría; allí afronta la muerte repentina de su único hijo; hasta allí llegan también como un eco distorsionado las noticias de la desaparición de sus propios hermanos, de escritores coetáneos; y allí se sacude también la perplejidad ante el cariz que ha tomado su existencia, resiste la tentación de creerse un espectro, aferrado con fiereza a los escasos resquicios que le deja la soledad: la relectura de viejos escritores húngaros, ya olvidados, que le devuelven por unos instantes la identidad a través de la lengua, los devaneos y la incertidumbre respecto a su capacidad para escribir una última novela y evitar llevársela consigo tras años y años rondándole la cabeza, pero ante todo los preparativos, la reafirmación en su propósito de disponer de su propia vida ante el riesgo de perder la voluntad sobre ella.

Con semejantes mimbres no hay duda de que nos hallamos ante una lectura exigente, minoritaria, que se enriquecerá si el lector se halla familiarizado con la obra de Màrai, sean sus novelas, sus diarios de juventud (Confesiones de un burgués) o de madurez (¡Tierra, Tierra!); conforme se avanza y se adivina el final uno se ve obligado a tragar saliva, a coger aire, a fin de reanudarla. Pero pese al dolor, a la melancolía, o puede que gracias a ellos, nunca surge la tentación de abandonarla porque lo que en ella se narra es veraz y es tanta la dignidad que emana del personaje que resulta imposible, por halagador, no sentirse identificado con él pese a las penosas circunstancias que atraviesa.

Pero duele, claro que duele, no ya escrutar la cruda decadencia de una persona decente, que también, sino confrontar la injusticia y la rabia. Por saber que escasos meses después de su suicidio, del que se cumplen ahora veinte años, la querida Hungría de Márai recobraría al fin las riendas de su propio destino –una circunstancia entrevista, a posteriori, en los acercamientos hacia él, siempre desdeñados, por parte de un régimen comunista que, al igual que el escritor, se intuía moribundo– y porque pocos años más tarde sus novelas llegarían, por méritos propios, a un público amplio. Una y otra circunstancia habrían contribuido a aliviar tanta soledad aunque, impensable poco tiempo atrás, quede el consuelo de que su mundo no se extinguirá tan fácilmente como él mismo había imaginado.

Sandor Màrai