Luke

Luke nº 108 - Julio-Agosto 2009
ISSN: 1578-8644
Enrique Gutiérrez Ordorika

Attila

Anhelas el premio porque sabes que tu obra será efímera.
Keops o Kefrén de las culturas,
aunque gritéis vuestro persistente silencio,
tan sólo quedarán las anónimas piedras para que las desgasten los vientos.

Lo nuboso empaña el vidrio y la extraña hora de la tarde, mientras el olvido en forma de tallo de flor silvestre aún borra el nombre escrito sobre la superficie pulida de la lápida: Atila Balleni, como el belicoso o cruel bárbaro. ¡Debería citarse a quien pagó al escribiente!

Se cuenta que donde pisó la pezuña de su caballo no volvió a crecer la hierba. Nada se dijo del lugar donde lo enterraron. Verde e inmortal como los malos brotes, junto al tallo y los pétalos de una amapola en aquel rectángulo liberado por el descuido.

Atila Balleni, un nombre mágico y perturbado; como el de aquel hijo de Borcsa Pöcze, una menuda lavandera que en Budapest parió un poeta al que contaba historias del rey de los hunos.

¡Pesa, pesa el tiempo en el alma!

Entre almidones, al otro lado de los espejos, en una habitación donde su madre le lavaba el rostro en una palangana desconchada, ocultó sus ilusiones. ¿Qué es uno sino el recuerdo que persiste?

De niño, bajando cántaros de leche de un caserío del barrio santurzano de Cabieces, se dejó hipnotizar por las promesas del crepúsculo. Quería construir un aeroplano con alas de madera para llegar al sol y besar su rostro rojo.

Recordaba la queja de Maceo, su abuelo paterno, cuando no había membrillo para acompañar al queso en la despensa. Queja de un hombre derrotado en Somorrostro por las huestes del general Concha. Superviviente de la guerra de Cuba porque, antes de que lo reclutaran, se cortó dos dedos.

Recordaba su mirada posada en la ventana bebiendo una nueva pesadilla y aquel lienzo con un carruaje enlutado tirado por dos bellos caballos blancos, a los que dirigía un conductor vestido de azul entre la luz tenue. Breve agonía recogida en su resumen: un anhelo, una queja y un cuadro... Trinidad regada por un cuartillo de vino tinto y una pausa marcada para siempre en el vaivén de las olas que azotan las rocas de Punta Lucero. Tres tesoros ocultos por el náufrago, en la quilla de aquel Barbadún, nombre de barco que transportó carbón y ahora vela el fondo marino.

Leo en voz alta los versos del homónimo poeta húngaro: "¡Y los días no comprenden que son pálidos y tontos y que sus luces no pueden ser de tus ojos!"

Únicamente contesta ese grito que las uñas arañan en el lomo de la tapia del cementerio: "Si lucha, muere de su lucha, si se reconcilia, su reconciliación es su fin". Attila, Attila, Atila Balleni. El bárbaro. El poeta. El pétalo huidizo de la flor en la que, al otro lado de la sombra, se deshojan nuestras verdades.

Hombre a contraluz