Luke

Luke nº 103 - Febrero 2009
ISSN: 1578-8644
Sergio Sánchez-Pando

Zarzalejo Blues. Revolutionary Road: la película

"Es importante tener los mismos valores", me dijo en cierta ocasión un señor octogenario –sesenta años de matrimonio a sus espaldas– al preguntarle sobre la clave de su relación de pareja. Sus palabras resonaron en mi mente durante la proyección de Revolutionary Road (otro título más que se nos sirve sin traducir), versión cinematográfica de la rotunda ópera prima del escritor norteamericano Richard Yates, publicada originalmente en 1961, punzante retrato de la desintegración y aplastamiento de una joven y prometedora pareja unida por un abismo.

Una visión extendida –aunque reduccionista– atribuye a Revolutionary Road valor por su representación de la visión del insomnio americano. El anverso de esa idea made in USA –revalorizada estos días en la estela del juramento de Obama– de que cualquiera puede conseguir lo que se proponga en el país de las oportunidades si se esfuerza lo bastante. Toda la obra de Yates constituiría una refutación tozuda, pero no deliberada y por eso mismo efectiva, de la proclamación del sueño dorado. Según él, los niños nacidos en familias disfuncionales e infelices tienen todos los boletos para en la edad adulta reproducir las mismas taras y los mismos entornos en que fueron criados. Un auténtico aguafiestas, vaya; y una lectura antipática cuando no deprimente.

Por eso mismo tiene mérito su rescate a estas alturas, no ya por el largo y tortuoso recorrido acumulado por Revolutionary Road en pasillos y despachos de Hollywood desde su lejana publicación, sino por la estatura y el tirón mediático de los principales responsables de llevarla a la pantalla, que habría asombrado al mismísimo Yates y, aún más, por el respeto con que han abordado el material original. El resultado es una adaptación fiel, casi literal, si bien contenida en el uso de flashbacks –esos saltos en el tiempo que en la novela añaden profundidad a los personajes–, tocada con ese marchamo de calidad característico de la BBC, aunque en esta ocasión intervenga sólo en calidad de coproductora.

Ese respeto por parte del director Sam Mendes se traduce en un enfoque sobrio, casi académico, que deja aflorar las resonancias teatrales inherentes a su bagaje, en el que la cámara cede el protagonismo a un guión basado en los diálogos extraídos de la novela sobre los que descansa la trama y, en especial, al trabajo de los actores: una soberbia Kate Winslet, verdadero pilar de la película y motor imprescindible para que ésta se llevara finalmente a cabo, y un más que meritorio Leonardo DiCaprio. Si acaso, tanto respeto a los diálogos y a la obra original desvelan a su vez una limitación, o más bien una invitación –intencionada o no– a leer la novela a fin de disfrutarlos tal y como fueron concebidos.

No hay duda de que la película fue producida y distribuida con el reflejo de las famosas figurillas doradas en el rabillo del ojo, lo que se habrá traducido en cierto desencanto –un tanto aliviado por el globo de oro otorgado a Kate Winslet–. Quizá la visión de la sociedad norteamericana que ofrece la película sea demasiado cruda una vez descartado el recurso al tono de farsa –imposible en una obra de Yates– que tanto gustó a los académicos en American Beauty, o quién sabe si les habrá molestado que los máximos responsables de introducir el bisturí en la herida americana fueran ingleses. Lo único seguro, en cualquier caso, es que los caminos por los que transitan los distinguidos académicos resultan siempre inescrutables.

Richard Yates