Luke

Luke nº 103 - Febrero 2009
ISSN: 1578-8644
Inés Matute

Entrevista a José Morella
Primera parte

José Morella nació en Ibiza en 1972. Antes de Asuntos propios (Anagrama, 2009) publicó otra novela, La fatiga del vampiro (Bassarai, 2004), además de un poemario, Tambor del luz (Ediciones Osuna, 2001). Escribe habitualmente sobre literatura en Internet, en la revista online Luke y en el blog la tormenta en un vaso.

En Asuntos propios, una de las novelas que la editorial Anagrama ha decidido publicar por considerarla una de las cinco mejores presentadas al Premio Herralde 2008, abordas un tema espinoso: el acoso sicológico que en ocasiones ejercen los hijos sobre las personas mayores, si son adineradas, cuando su patrimonio peligra tras la irrupción en sus vidas de una persona (asistentas, cuidadoras, etc.) con capacidad para manipularlas. ¿Por qué has escrito un libro sobre este tema? ¿Has vivido de cerca alguna experiencia similar?

No, nunca he vivido nada parecido a lo que ocurre en mi novela, ni tampoco he estado cerca de alguien que lo haya vivido. Yo no hago literatura testimonial, a no ser que entendamos el testimonio como algo amplio, que incluya las intuiciones que nos llegan a partir de imágenes y sensaciones que vamos acumulando durante nuestras vidas. No es necesario ser testigo de ningún maltrato severo para poder hablar de ese tema. Aunque, de alguna manera, todos hemos experimentado las tensiones de las relaciones de poder. Todas las relaciones del mundo son –entre otras cosas– relaciones de poder: padres e hijos, maridos y mujeres, jefes y empleados, vendedores y compradores... Incluso con los amigos hay que esforzarse por buscar una especie de neutralización consciente del interés propio, un querer dar sabiendo que no habrá recompensa. Ese esfuerzo es, precisamente, la señal del poder, no de su ausencia. Y no lo digo como algo malo. El ejercicio del poder, en sí, no es ni bueno ni malo. Los problemas vienen cuando no está consensuado, cuando alguien quiere ejercerlo sin la autoridad necesaria. Es decir, sin haber trabajado para conseguir el respeto de los demás, que es lo que legitima el poder. La autoridad no se regala ni se obtiene gratuitamente. Un ejemplo cotidiano serían esos padres que prestan muy poca atención a sus niños y luego quieren que les obedezcan por el simple hecho de ser sus padres. No funciona así. George Carlin, un cómico al que admiro mucho, lo decía bien claro: «Algunos padres merecen el respeto de sus hijos. La gran mayoría, no. Punto». La vida está llena de pequeñas historias que nacen precisamente de que alguien usa su poder, por pequeño que este sea, sin autoridad. Esa es la definición del abuso, y eso es lo que les pasa a los personajes de mi novela. Por otra parte, no creo que el tema de la novela tenga que ver con perder una herencia. Es más bien sobre el miedo que provoca en nosotros el cambio y lo desconocido, y lo mucho que nos resistimos a ello. Creo que, más que la idea de perder dinero, es el miedo y el dolor lo que mueve a Isabel a tratar a su padre como lo trata. Es un personaje que sufre mucho.

Otro tema clave en la novela es la desconfianza de la gente hacia el colectivo inmigrante, la presunción de su mala fe y sus malas artes. Por tu trabajo como profesor de castellano para extranjeros, supongo que eres el depositario de muchas confidencias al respecto. La novela, en este sentido, sirve de denuncia y viene a ser un sutil agitador de conciencias. Háblanos de este tema.

Esa parte de la novela me resultó difícil, porque es delicado crear el discurso de un inmigrante cuando no lo eres. Nuestras vivencias como europeos son las que son, y siempre hablamos desde ellas sin poder evitarlo. De hecho, es la parte en la que más he incorporado ideas de otros, comentarios, historias que me han contado o he cogido al vuelo en algún sitio. Pero también hay un componente ideológico propio que todavía no sé si he sabido plasmar bien. Representar a los otros es complicado, y hay que hacerlo con mucha humildad. O, mejor todavía, hay que evitarlo. Por eso yo quiero pensar que mis personajes intentan hablar solo por ellos mismos, que ya es mucho, y no en nombre de ningún colectivo. Jacinta no quiere representar el discurso de los inmigrantes, ni Roberto el de los viejos. De hecho, lo que hacen es luchar para dejar de representar nada y poder ser lo que son en libertad, para ser simplemente Jacinta y Roberto. No pueden conseguirlo, claro, como ninguno de nosotros podemos dejar de ser catalogados como pertenecientes a algún grupo: hombres o mujeres, jóvenes o viejos, occidentales, europeos, extranjeros, burgueses, o lo que sea. Pero nos realizamos bregando en ese fracaso –un fracaso seguro–, y algunos bregan más que otros y llegan a ser más libres que otros.

Sobre lo de agitar conciencias, solo puedo decir que dudo mucho de que una novela pueda hacer eso. No creo que las novelas tengan que servir para nada. Eso es lo bueno que tienen. Martí i Pol lo decía de la poesía: si sirviera para algo, alguien se la quedaría y la utilizaría. Los cambios sociales tienen que proceder de otra cosa: de la práctica cotidiana de la política. Ir a votar cada cuatro años, pero también ir a las reuniones de vecinos o a las de la asociación de padres del colegio, reflexionar más sobre tus decisiones cotidianas, educar de forma autocrítica, no actuar en la vida de modo automático, informarse bien de lo que uno compra, quejarse formalmente –en lugar de gritar o hacerse la víctima– cuando a uno le venden alguna moto que no quiere... Decisiones políticas diarias y pequeñas, pero contagiosas. Con esto no quiero decir que mi novela no sea política, pero no lo es más que esas pequeñas decisiones de las que hablo. Es un gesto, un grano de arena más. Pero de ahí a decir que sirve para agitar conciencias...

El amor en la tercera edad. El sexo en la tercera edad. La decadencia y el deseo. Un universo que pareces conocer bien y que nos dibujas con un realismo conmovedor. Te mueves bien en las distancias cortas, en las escenas cotidianas. Háblanos del proceso de construcción de la novela.

La verdad es que no tengo la más mínima idea sobre el sexo en la tercera edad ni en ninguna otra edad, más allá de lo que sabe cualquier hijo de vecino. Y del amor, menos todavía. Estoy tan perdido como el que más. Lo único que me planteé era el amor entre mis personajes, y que ese amor apareciera en la novela del modo más natural posible. Roberto se siente atraído por Jacinta, y sólo se pone a pensar en la diferencia de edad que hay entre ellos cuando el mundo exterior, de manera agresiva, le obliga a hacerlo. En principio, el amor no se piensa. Se vive. Creo que esa es la clave de Roberto: es un hombre que intenta vivir con intensidad.

Sí que puedo decirte que me molesta bastante la forma despectiva con la que muchas veces se habla del enamoramiento en la vejez y en la adolescencia, como si los que nos llamamos a nosotros mismos adultos –signifique eso lo que signifique– mantuviéramos el control de la situación cuando nos enamoramos e hiciéramos las cosas como se supone que deben hacerse. Lo único que hace quien se ríe del enamoramiento de una persona mayor es burlarse de alguien más débil que él, con menos prestigio social. Los mayores no tienen prestigio social en nuestro mundo. En Estados Unidos a eso le llaman ageism. Aquí no le llamamos de ningún modo, porque apenas se habla de ello.

En el ecuador de la novela, y antes de regalarnos toda una «lección de vida», hay un momento argumental en el que todo parece posible y una no sabe si reír a carcajadas o llorar por el pobre viejo. ¿Buscaste ese efecto, o surgió de un modo espontáneo?

Tengo la impresión de que muchas personas reaccionarán de forma totalmente distinta ante el conflicto que se plantea. Eso es lo que me gustaría, al menos. Todos somos hijos o padres, o ambas cosas, y todos tenemos experiencias al respecto. Me parece que el hecho de que todo parezca posible no tiene tanto que ver con mi destreza a la hora de escribir el texto, sino con la desorientación real que existe en nuestro mundo cotidiano, el de fuera de la novela, respecto de esos mismos temas. Lo perdidos que estamos todos. Supongo que cada lector tendrá tendencia a identificarse más con alguno de los personajes, ya sea por su situación real de padre o hijo, o simplemente por su sensibilidad personal. De todas formas, me gusta mucho que me digas que estabas a punto de reírte a carcajadas. A Roberto, mi personaje, le pasa como a mí, es demasiado serio y le cuesta reírse de sí mismo, así que supongo que es muy sano, tanto para la novela como para mí, que los lectores le vean el lado cómico al asunto.

(...Continuará en el próximo número)

José Morella
La tormenta en un vaso
Blog La tormenta en un vaso