Luke

Luke nº 102 - Enero 2009
ISSN: 1578-8644
Vicente Huici

Mirando hacia otra parte: Escrituras VI: Mithos y Logos

La primera batalla conocida de la larga guerra entre la ficción y la no ficción se dio en nuestra cultura en la Grecia de los siglos V y IV precristianos. Un buen punto de referencia para observar las características de dicha batalla es la obra de Platón. En tal obra, en efecto, se procura de continuo apartarse de la utilización aleatoria de las palabras y se pretende encaminarlas hacia la expresión comedida de las cosas. Es cierto que una pretensión tan decidida no podía sino basarse en un sistema filosófico cerrado y autolegitimante, como lo fue el platónico, pero tampoco se puede obviar que implicaba alejarse tanto de la retórica sofista como de los relatos míticos que circulaban en la sociedad ateniense de la mano de las representaciones trágicas y de la educación de los niños. Quizá por esto último, Platón se mostró en su libro La República particularmente severo contra el descontrol de los relatos míticos que se contaban en las escuelas.

La actitud de Platón fue decidida pero no muy consecuente, porque, no teniendo a mano otro material, se sirvió en numerosas ocasiones de mitos muy conocidos para apuntalar sus diálogos filosóficos. Sin embargo, uno de sus discípulos, Aristóteles, logró desvincularse definitivamente del mundo de los relatos mitológicos, configurando una escritura sopesada y abstracta que desde entonces ha sido reconocida como escritura filosófica, muy detectable en su famosa Metafísica, pero también en sus diversos tratados sobre Ética o en la Política.

Se había producido lo que los historiadores de la filosofía han definido como el paso del mithos al logos, es decir, el tránsito de la utilización de las palabras según una clave de relato descriptivo y ejemplificador, de validez pretendidamente universal, a una utilización muy condicionada del lenguaje por la lógica de las proposiciones abstractas. De aquí la pesantez tantas veces atribuida luego a la filosofía –representante máximo del desarrollo del logos– frente al tono un tanto pizpireto de toda manifestación del mithos.

La escisión, pues, se había consumado, y la cultura occidental, conformadora más adelante de otras culturas por medio del mecanismo de la colonización, conoció a partir de aquel momento histórico una serie de nuevas batallas entre el registro filosófico y el registro mitológico bien fuera de la mano de los romanos o de las gentes del medievo. Los defensores del logos acusaron a sus oponentes de sucumbir a creencias irracionales, de dejarse llevar acríticamente por los relatos que transmitían sin analizar sus consecuencias, y los defensores del mithos reprocharon a los filósofos su alejamiento del sentido común y la escasa impregnación humana que proporcionaban sus abstracciones.

Las batallas, con bajas de todos los lados –no hay más que recordar a Giordano Bruno yendo a la hoguera por atreverse a pensar autónomamente frente al mito judeocristiano–, incrementaron su violencia cuando al registro filosófico le vino en ayuda la ciencia renacentista. Parecía que la nueva ecuación que unía la lógica con la experimentación iba a desbancar definitivamente a todos los partidarios conscientes o inconscientes de lo mitológico. Pero no fue así. La Ciencia, desdoblada luego en Física, Química, Biología, pero también en Sicología o Sociología, acabó por reducir al mínimo el discurso filosófico en la medida en que ampliaba su apartado experimental. Y el mundo mitológico comenzó a perder su raíz religiosa confesa y se actualizó en las religiones civiles, como el Liberalismo, el Nacionalismo, el Anarquismo o el Socialismo, los grandes relatos que han conformado la base mítica de nuestros tiempos.

Hubo filósofos que reaccionaron ante este proceso tan inexorable como cruel –cruel porque volvía a mediatizar a los seres humanos de manera sutil– y lanzaron simultáneamente el mithos contra el logos y el logos contra el mithos, siendo una buena prueba de ello el Así habló Zarathustra, de Federico Nietzsche. Pero todo parece indicar que aspiraban en realidad a crear un nuevo logos que actuara como un buen mithos de la misma manera como Emilio Durkheim pretendió que, por ejemplo, el Socialismo actuara como un nuevo Cristianismo.

De esta guerra parecía en principio estar exenta la Historia, pero, como se verá, en realidad se batía en otro campo de batalla. En el campo de batalla en que se enfrentaba a la Memoria Colectiva. ¿Quién iba a ganar esta nueva guerra? ¿La Historia? ¿La Memoria Colectiva?