Luke

Luke nº 102 - Enero 2009
ISSN: 1578-8644
Luisa Balda

El creador

Todos necesitamos ser mirados. Con el paso de los años, la persona no necesita la protección de un niño, pero sí la mirada del otro, esa que confirma nuestra presencia.

El ansia de ser mirado, reconocido, entronca con la ambición de que nuestra existencia cobre una calidad que pudiéramos llamar sólida. Necesitamos ese otro que nos diga: existes.

Un apoyo que no precisan los montes ni los mares, ni tan siquiera parecen necesitarlo esos seres a los que llamamos inferiores.

Algunos comentan que el combustible del creador es la vocación y el puro reconocimiento. Bourdieu nos dice que “aunque los campos del arte y la ciencia tienen características diferentes, ambos se caracterizan por un lógica según la cual la competencia por cierta forma de capital simbólico (prestigio artístico o científico) prima sobre la búsqueda de beneficios económicos o privilegios políticos”.

El prestigio, esa necesidad de reconocimiento, puede parecernos un deseo bastardo, y no por ser innoble, sino por simbolizar una calidad inferior a otros valores morales.

El campo de comunicación del escritor, del pensador, del creador en general, podría reducirse al círculo de sus allegados, pero no es ese su fin: la inmediatez le desazona (como fruto que cae del árbol, no quiere que sus obras se pudran).

Porque el creador autónomo –como el árbol que da frutos– pide el reconocimiento de sus obras, y no tanto una mirada dirigida a él mismo, a sus ramas o a su tronco. Pero si, una vez conseguido el reconocimiento, su obra se expande por canales comerciales, sus pretensiones a menudo se corrompen, y puede embargarle la sensación de que la persona es la reconocida –y pagada–, y no sus productos simbólicos.

Mientras que si el profundo deseo del creador autónomo es lograr comunicarse a través de sus ideas, de sus palabras, imágenes o notas, no le importarán los beneficios sociales ni económicos, ni el éxito personal. Sólo le mantendrá en pie su deseo de poder hablar a otros, lograr ser escuchado por otros sin perder una distancia que le protege.

Un deseo que se superpone a esa su íntima necesidad de poner en palabras u obras sus hallazgos, emociones o ideas.