Luke

Luke nº 100 - Noviembre 2008
ISSN: 1578-8644
Mari Carmen Moreno

Literatura no apta para cardíacos

En ocasiones, la literatura no es apta para cardíacos. Existen muchos locos por ahí que la subvierten, estiran el lenguaje en ese espectro lúdico que incita a nuestra imaginación. Son autores que, si miramos su foto, inmediatamente etiquetamos de locos, chalados, una suerte de lunáticos a los que nos acercamos arrastrándonos con cierto sigilo, como temiendo que nos contaminen. Ellos, que también se prestan al juego asumiendo riegos, juegan a los dados con nosotros, colocando sobre el tapete de la mesa sus caramelos de la suerte con cierta complacencia, y nos tiran a la cara un humo irónico que nos aturde. Cuando se acaba la partida, en más de una ocasión, etiquetamos al sujeto y lo colocamos fuera del redil, al traste con esa literatura incómoda que se salta las reglas.

A esa literatura se le ha puesto multitud de etiquetas, algunas verdaderamente feas; otras, más o menos acertadas; sin embargo, todas ellas son una advertencia al lector para que se atrinchere detrás y asuma la lectura con una curiosidad escéptica, evitando así que le tomen el pelo. No hace falta recordar –por ejemplo– toda aquella suerte de “motes” que se puso en su momento a los modernistas, por citar un caso que me viene a la mente. 

Pero siempre aparecen libros que consiguen atraparnos, cuando penetramos en el laberinto y, por mucho que estiremos del hilo de Ariadna, no hallamos el camino de retorno. Es lo que nos sucede cuando entramos en casa de Raimond Queneau, en la lectura de Ejercicios de estilo. Puede que alguien nos haya hablado de ese ejercicio trivial que ejerce a lo largo del libro, sacar noventa y nueve hijos de una anécdota desnuda, pobre y sin apenas carisma y conseguir rebasar todos los límites establecidos por el canon lingüístico; pese a ello, nadie está preparado para salir indemne, tras su lectura.

Su odisea demuestra cómo cualquier tema puede ser válido en unas manos inteligentes. Queneau desmenuza el lenguaje, permitiendo que se cuelen toda suerte de registros y niveles lingüísticos, pero los agita con tal polivalencia de matices que consigue provocar en el lector la necesidad de seguir en el laberinto, penetrando hasta las mismísimas fauces del Minotauro para sacarle aún más hijos, sin importarle demasiado de que manera lo consigue.

Por supuesto que no ha sido el único: Michael Ende (El espejo en el espejo), Joyce (Ulises), Calvino (Si una noche de invierno un viajero), Cortazar (Rayuela); todos ellos han jugado también a los dados con nosotros. Se trata de una costumbre que siempre ha estado ahí, y que continúa moviendo hilos finísimos, permitiéndonos el gozo de la literaria. Esa buena costumbre sigue hoy en libros como El museo de los números, de Dimitris Calokiris, quien, además de la extorsión lingüística, muestra hasta los higadillos de nuestra cultura con grandes dosis de cinismo.

Así Queneau, como tantos otros antes, pasa a engrosar la lista de los genios literarios, personajes muy capaces de provocar un revulsivo en el lector:

La necesidad de seguir jugando a los dados, sin que apenas percatarnos del paso del tiempo.

Ejercicios