Luke

Luke nº 100 - Noviembre 2008
ISSN: 1578-8644
Enrique Gutiérrez Ordorika

El oficio de vivir

Ya que no les bastan a los niños las respuestas
y a los adultos las preguntas.

Vladimir Holan
(Una noche con Hamlet)

De la misma manera que Luke alcanza su –digno de celebrar– número cien, hace apenas unas semanas se cumplía el primer centenario del nacimiento de Cesare Pavese, el autor de un bello y dramático diario del que, por éste y algún que otro motivo, se ha tomado prestado el título para este artículo.

Entre los motivos que van más allá de la celebración del recordatorio de este poeta piamontés que sigue vivo en sus poemas, a pesar de que en la aciaga noche de un lejano 26 de agosto de 1950 se quitara la vida en la soledad de una triste habitación de hotel, se encuentra, precisamente, el difícil interrogante sobre los vínculos y las abruptas disonancias que acontecen entre el lírico oficio de poeta y el dramático oficio de vivir. O lo que es lo mismo, las distorsiones entre la retórica de las palabras, el punto fronterizo de los gestos y la irreversibilidad de los hechos. Apenas una semana antes, en la última entrada de su diario, Cesare Pavese había dejado escrito: “Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”. Tampoco cumplió su penúltima palabra. Cesare Pavese no fue un suicida sin notas de despedida.

Su despedida tiene algunos singulares paralelismos con la de otro poeta más vociferante y septentrional llamado Vladimir Maiakovski. Todos los gestos humanos, hasta los más trágicos o aparentemente inimaginables, están hechos de repetición. Anochecía. Era sábado. Pavese cerró sobre una mesilla de madera el folder que contenía los últimos poemas que había escrito y se dirigió al teléfono negro que colgaba de la pared. Hizo tres llamadas a tres mujeres. Las invitó a cenar. Ninguna aceptó. Tomó un bolígrafo y escribió: “Perdono a todos y a todos pido perdón. No murmuren demasiado”.

Veinte años antes, desde la habitación de un estudio donde reinaba una soledad parecida, Maiakovski rogaba sin éxito a la actriz Veronika Polonskaia que subiera a su habitación. Según dicen, hizo otra llamada a Lili Brik, pero nadie contestó al teléfono. El día anterior había escrito una breve carta, con este comienzo: “De que muero no culpéis a nadie y, por favor, no chismeéis. El difunto lo odiaba terriblemente”. Que el corazón de Cesare Pavese dejase de latir por la ingestión de unos botes de somníferos y el del autor de La nube en pantalones por una bala constituye únicamente un circunstancial detalle forense.

Todo lo demás resulta intercambiable, es igual que sea Maiakovski o Pavese el que afirme que el incidente está zanjado y la barca amorosa ha varado en lo vulgar; es igual que uno u otro digan que uno no se mata por el amor de una mujer o que los suicidas son asesinos tímidos; es igual, porque, digan lo que digan, los poetas siempre tienen razón. Sí, incluso cuando afirman que hasta sacrificarse o renunciar es un problema de astucia. O cuando afirman que uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela nuestra desnudez, nuestra miseria, nuestro desamparo, la nada. Sí, la poesía es un territorio en el que cualquier afirmación se hace verdad, sí, salvo probablemente cuando proclama que la muerte es la firma de la paz con la vida.

Cesare Pavese
Cesare Pavese
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