Luke nº96 Mayo 2008

Ayer me acordé

Ayer me acordé... de una de las experiencias más bellas que he tenido en mi vida. Fue en Japón, en mi viaje de novios, hace ya muchos años.

Después de decir esto, y aunque parezca mentira, en realidad fue un viaje fatídico porque en él se gestó lo que tres años después sería mi separación y posterior divorcio. Padecí por primera vez un ataque de pánico, o de angustia, o de ansiedad, da lo mismo. Llegué a convencerme de que iba a morir porque tuve la sensación de que la tierra se abría bajo mis pies y sería engullida por ella. También la mente dejó de responderme, oscilando de un lugar a otro sin poder controlarla; el corazón perdió su ritmo habitual y el aire parecía negarse a entrar en mis pulmones... Entonces no lo sabía, pero unos años más tarde comprendí que tal ataque se había producido como consecuencia de haber tomado la decisión de casarme sin desearlo en realidad. Pero esa es una historia demasiado complicada y larga como para entretenerme ahora con ella. La mente es selectiva y huye de los rincones más tenebrosos buscando siempre la claridad. Y mi claridad en aquel viaje se tradujo en la visita a un templo budista, creo que en Osaka aunque no estoy del todo segura.

Como en todos los templos consagrados a Buda, debes descalzarte para entrar y, por razones que desconozco, cuando caminas descalza por los pasillos de un templo las pisadas se vuelven más ligeras, el cuerpo se eleva, y supongo que el espíritu, o lo que sea, también. Al menos en este caso yo lo viví así, quizá porque el suelo, formado por grandes tablones de madera, cedía ligeramente bajo mis pies.

La sensación de andar en volandas iba acompañada del eco de un trino muy suave y armonioso que se producía a cada paso, llegando a alcanzar distintas tonalidades. Lo percibí como una música dulce y lejana, algo triste. Por más que miré varias veces a mi alrededor intentando encontrar algún altavoz que me devolviera a la cruda realidad, allí no había ningún artilugio musical. Al final, llevada por una curiosidad irreprimible, pero sana, tuve que preguntar de dónde salía esa música que sonaba a gloria celestial, de la de verdad.

La explicación era tan sencilla y mágica que una mente tan obtusa como la mía, producto de la cultura occidental, nunca hubiese podido imaginar: bajo la superficie del suelo había una cámara de aire en la que, en sus tiempos, se habían colocado una especie de varillas de metal en vertical, dejando a pocos milímetros de las tablas de madera los extremos superiores, de manera que cuando pisabas y éstas entraba en contacto con ellos, emitían un sonido tenue que pretendía imitar, y lo conseguía, el canto de los pájaros. Los distintos tonos dependían de la intensidad de las pisadas y de las variadas rugosidades de la madera. Creo que desde entonces amo la delicadeza de la sabiduría oriental.

Es increíble que la mente humana, tan capaz de perpetrar los horrores más espantosos, sea también capaz de crear las cosas más delicadas y bellas. Supongo que es el yin-yang que lo domina todo, el universo de la oscuridad frente al universo de la luz. Por eso creo que no podemos mirar sólo hacia uno de los dos lados, sino de frente, escudriñando el horizonte para descubrir la belleza. La hay, y mucha.

Opinión

Isabel Huete

Jardín zen

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