Luke nº96 Mayo 2008

Indignación

La tarde está gris y se mueven a lo lejos las ramas de los árboles golpeados por rachas de lluvia y viento.

La tristeza de la tarde es blanda y suave. La indignación, al comprobar cómo unos seres humanos abusan de otros, es cortante y grita con rabia.

El aireado caso del perverso padre austriaco es un ejemplo de abuso tan excesivo, inusual y cruel, que ha agitado a los medios de comunicación –siempre atentos a hechos que causen horror y distraigan de los contenidos realmente importantes.

Dar tan amplia publicidad, a casos de esta naturaleza, puede tener un efecto bien perjudicial al convertirse en “tranquilizador de conciencias” para otros abusadores habituales: esos padres, abuelos, tíos, que utilizan a sus hijas, nietas o sobrinas y que, al compararse con el monstruo, piensen: “yo no hago nada tan malo: no la violo, sólo la toco, la manipulo o le hago que me manipule. Y, aunque le impongo la ley del silencio, ni tan siquiera la secuestro”.

El abuso de menores en el ambiente familiar es la más común forma de pederastia: son abusos en los que raramente se llega a la violación, no por respeto al niño o niña, sino porque una agresión tal dejaría evidencias físicas y provocaría dolor, lo que animaría al niño a quejarse a otros adultos y a estos a creerle.

Estos abusos –dentro de la familia y sin penetración- son los que aparecen cada día en las oficinas de protección de menores y en los juzgados. Niños –especialmente niñas- convertidos en objetos sexuales desde los tres años, o que ponen cerrojos en sus habitaciones desde los doce, o que se escapan de casa a los quince huyendo del padre o del compañero de la madre. Niñas y niños que, en el mejor de los casos, al ser adultos encontrarán alguien a quien confiar sus miedos, a quien relatar su secreto mejor guardado, sus temores vividos, sus aprensiones o bloqueos en sus relaciones sexuales, o sus sentimientos filiales trastocados.

El abuso sexual de menores no sólo implica un abuso de poder, de superioridad del adulto que decide qué hacer con el niño o niña sin que éste tenga posibilidad alguna de contradecir los deseos de la persona de más edad. El abuso sexual nos habla de que hay adultos que utilizan a este ser sin defensa y que, al hacerlo, arrebatan a ese niño o niña la posibilidad de acercarse a la sexualidad de manera progresiva y personal. Y estos abusadores son conscientes de su manipulación, de su poder, y saben que sus acciones son censurables, dañinas para su víctima y contra las que no cabe disculpa o justificación.

Pero además de todo esto, el abuso intrafamiliar implica más transgresiones: el menor es utilizado por quien debiera ser su protector. Su tío, su padre, su hermano mayor, su abuelo, su padrastro, utilizan su cercanía -y su posición de privilegio y poder ante el niño- para convertirle en víctima poco ruidosa y confiada; una víctima que, si es de corta edad, no podrá valorar lo que ocurre: pero pronto lo descubrirá. Y aprenderá que la vinculación sexual que ese familiar ha establecido con él o ella no es lo que se espera de una relación de afecto y protección.

En esta época, en que la moral se ha diluido y reducido a un particular “todo vale”, he tenido que oír comentarios de madres y padres que -¡qué actuales y librepensadores!- cuentan con normalidad que lamer o tocar la vulva a una niña de tres años, o acariciar los pechos incipientes de una hija adolescente, no tiene por qué ser perjudicial para ellas. Y aún más: hace unos días me comentaban que, en una reunión de profesionales, alguien ponía en duda la inconveniencia de este tipo de conductas.

Estos intentos de dar aire de normalidad, de no perversión, a actos que causan daño a otros (en el caso que nos ocupa, un daño a menudo irreparable) me ponen los pelos de punta. Pretender defender que no son reprobables las acciones que se realizan desde una situación de poder, donde el abusado no tiene la edad ni la conciencia para decidir, y donde es convertido en mero objeto sexual, alterando así su sano proceso de desarrollo, ya no sólo me espanta: mi indignación crece y explota.

La tarde está gris y se mueven a lo lejos las ramas de los árboles golpeados por rachas de lluvia y viento.

La tristeza de la tarde es blanda y suave. La indignación de ver cómo unos seres humanos abusan de otros es cortante y grita de espanto.

Opinión

Maria Luisa Balda

Niña

Dar tan amplia publicidad, a casos de esta naturaleza, puede tener un efecto bien perjudicial al convertirse en “tranquilizador de conciencias” para otros abusadores habituales: esos padres, abuelos, tíos, que utilizan a sus hijas, nietas o sobrinas y que, al compararse con el monstruo, piensen: “yo no hago nada tan malo: no la violo, sólo la toco, la manipulo o le hago que me manipule. Y, aunque le impongo la ley del silencio, ni tan siquiera la secuestro” (...)