Luke nº94 Marzo 2008

Bestiario

En el primer cuento del volumen Vidas de los poetas, de E.L. Doctorow, llamado El escritor de la familia, Jonathan, un niño al que se le ha muerto su padre, escribe cartas a su anciana abuela. En esas cartas simula ser su propio padre, Jack, que se le presenta a la vieja, así, vivo y coleando. Jonathan escribe esas cartas fraudulentas porque se lo pide su tía, la hermana del difunto, para evitarle, en teoría, disgustos a la señora anciana. Pero en un momento dado Jonathan se da cuenta de que se está equivocando. De que su tía le exige que se muestre servicial. Que le dé a su abuela aquello que no está en su mano dar. Esta exigencia de servicio es la misma que su tía ejerció siempre sobre su padre difunto. Su padre vivió haciéndole favores a su familia, sintiéndose obligado a complacerles, tanto a su tía como al resto de parentela, y él está haciendo revivir esa malsana dependencia paterna en sus cartas. Está heredando el rol de su padre en la familia. Su hermano mayor le ayuda a darse cuenta de ello, y hay una última carta que acaba de cuajo con ese tipo de relación, haciendo que el niño dé un gran salto al afuera de la infancia.

El cuento resulta inquietante y auténtico porque da en el clavo de lo que muchas de las relaciones familiares son: ir enviándole a la familia cartas o mensajes, ya sean orales o escritos, gestuales o directos, en los que se va gestionando la lucha de fuerzas que al final decantará el juego de poder. Porque la familia es la estructura mínima del poder, y en ella se siguen las mismas estrategias que en las guerras. Incluso la paz es una estrategia de guerra en las familias. Lo máximo que podemos hacer para huir de la guerra es la neutralidad suiza, pero entonces nos despellejarán vivos y nos quedaremos más solos que la una. Exceptuando los vínculos de sangre más atávicos, del tipo madre-hijo (pero tampoco siempre), las reglas son bélicas: contención de barreras, lanzamiento de torpedos, tareas de pacificación, repartos de botín, uso de espías, crueldad, víctimas civiles, reparación económica... Todo, está todo. Guerra pura. Las cartas que Jonathan envía y las palabras que cruzamos con nuestras tías son siempre lo mismo: nuestra diplomacia internacional, que trabaja con discreción mientras las líneas de defensa se mantienen alerta. Los niños, muchas veces, son los heraldos, los mensajeros que los generales de la guerra se envían los unos a los otros. Del mismo modo que los heraldos que traían malas noticias eran, en las antiguas guerras, asesinados, así la infancia de los niños es sacrificada cuando llevan, sin darse cuenta, las malas noticias. Jonathan deja de ser niño al escribir una sola carta. Ha crecido, como todos los niños, en un campo de batalla.

Literatura

josé morella

El cuento resulta inquietante y auténtico porque da en el clavo de lo que muchas de las relaciones familiares son: ir enviándole a la familia cartas o mensajes, ya sean orales o escritos, gestuales o directos, en los que se va gestionando la lucha de fuerzas que al final decantará el juego de poder. Porque la familia es la estructura mínima del poder, y en ella se siguen las mismas estrategias que en las guerras (...)