Luke nº97 Junio 2008

Apuntes sobre un proyecto fotográfico

En 1995 después de muchos años de ausencia regresé a Cali, Colombia, desde San Francisco, California.

Casi de inmediato me propuse hacer un documental fotográfico de los personajes que se dan cita cada domingo en un parque del sur de la ciudad, en el vecindario que me vio crecer. Es un sitio al que la gente va en busca de descanso, interacción social y entretenimiento.

Me llamó la atención ver gran cantidad de vendedores ambulantes, ora circulando incesantes entre la muchedumbre, ora estáticos al pie del cesto o el cacharro.

Decidí concentrarme en ellos, un grupo heterogéneo de hombres y mujeres de todas las edades, niños de todas las razas.

El parque ofrece una variada mezcla de humanidad donde confluyen criadas del servicio doméstico y albañiles; pitonisas y soldados en franquicia; vendedores de helados y policias encubiertos a más de predicadores evangélicos y timadores de siete suelas.

Todos en el rebusque, tratando de conseguir lo del sancocho, como estila la frase en el habla popular.

Mi primer instinto fue acercarme a los fotógrafos del parque, aquellos que son los ojos del lugar. Pude recabar e intercambiar información con los colegas. Indagar por las condiciones de seguridad en el sitio, compartir unas cuantas cervezas y darme a conocer antes de adentrarme, durante tres meses, en la vida dominical del Parque Panamericano.

Al cabo de varias semanas de estudiar la escena me atreví a montar mi operación en medio del tumulto. Un viejo telón de tela negra heredado de un grupo de teatro local sería mi caballito de batalla, el fondo sobre el que habrían de desfilar mis sujetos, instrumento vital de mi cinéma vérité en la fotofija.

Una vez los colegas constataron que mi trabajo no afectaría sus ingresos económicos dejaron de percibirme adversario y me aceptaron camarada. Yo andaba tras la pista de aquellos que se ganan el pan al aire libre, de forma ambulatoria, y esa tarea incluye a los mismos fotógrafos. Así pude sentirme protegido y vigilado por ellos.

Mi proyecto era diferente ya que no tenía un fin comercial. Los fotógrafos ambulantes en todo el mundo han sido cronistas de las clases populares durante muchas generaciones y en el fondo mi intención era simplemente esa.

Quise hacer del espacio público un enorme estudio por donde habrían de desfilar incontables sujetos, cuyos rostros cargados de historias relatan un pedazo de sus vidas.

Se dice que los fotógrafos estamos siempre a la espera de un proyecto; que a nuestra función le anima la inasible y constante búsqueda de imágenes. Me estimulaba el hecho de saberme local, de trajinar nuevamente el barrio olvidado de mi adolescencia, escenario de mis andanzas y aventurillas de mozalbete.

Al verme rodeado de aquellos rostros de los que estuve alejado durante tantos años sentí que el material humano a la vista haría posible un intenso diálogo con el retrato. El pedazo de tela negra utilizado como fondo sirve para romper el hielo en las transacciones entre fotógrafo y sujeto, hace más fácil convencer a quienes dudan del propósito.

Mucho queda vertido y entendido a partir de gestos evidentes y palabras no dichas entre ambos campos. Las transformaciones suscitadas del paso de imagen real a negativo, y de éste a imagen positiva, habrán de convertir un rostro anónimo en un personaje fotográfico.

Así las cosas, la suspicacia se torna acuerdo una vez establecido que hay que situarse dentro del marco que define un telón de fondo; entrar a formar parte del encuadre, aquello que es en esencia un estudio fotográfico.

El estudio se produce el momento en que ese espacio vacío es temporalmente habitado y se realiza el acto fotográfico. A nadie se le exige que actúe pero hay un acuerdo tácito que empieza a rodar cuando han sidos vencidos el temor o la sospecha.

Las reacciones humanas se presentan casi siempre con mínimas variables. Una vez el individuo se encuadra en el marco del telón, equivalente a las tablas, en su referente teatral, se establece entre sujeto y fotógrafo un entrevero sutil de voluntades que nutre positivamente la trama.

Se lleva a cabo así una especie de performance, una danza silenciosa que empieza sin ínfulas de serlo y termina siendo exactamente aquello que pretendía no ser.

Visualmente me llamó la atención la firmeza en las facciones, como si el destino estuviera marcado en sus rostros inescrutables; el maravilloso claro-oscuro en las cabezas talladas por el cincel infatigable de la sangre.

Igualmente me impresionó la gentileza y la bondad de muchos a quienes vi una o dos veces en la vida y habré de conservar guardados en mi caja de negativos para siempre.

En aquél entonces me interesaba, y me interesa aún hoy, darle validez y en lo posible publicitar su labor ingrata, sin usar ninguna otra razón que la de sus propios rostros casi nunca sonrientes; siempre con el ceño de la pobreza fruncido en la frente.

Esta es una crónica visual que no dista mucho del trabajo de tantos fotógrafos que de la tierra han sido. Me vi asediado por los fantasmas de mis abuelos en la empresa: August Sander, Irving Penn, Richard Avedon, Agustín Casasola, para nombrar tan sólo los más grandes.

A fin de cuentas, más que una serie de retratos, este es el testimonio de la humildad y el orgullo de una clase de seres que tienen que luchar a brazo partido para ganar el pan de cada día.

FOTOS: Parque Panamericano, Cali, Colombia 1995
Copyright Lalo Borja

Arte

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Fotos: Lalo Borja

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