Luke nº98 Julio - Agosto 2008

Paul Naschy

Del libro “Bellas y Bestias”

Otros sobrenombres: Waldemar Daninsky, Jacinto Molina. Fugitivo del cine ibérico desde hace décadas, reaparece esporádicamente para perpetrar matanzas y carnicerías que dejan el patio de butacas chorreando. En cualquier otro país, en cualquier otro cine, ya lo hubieran encerrado eternamente entre los barrotes de una pantalla y lo hubieran condenado a la gloria perpetua. Pero vivimos en una provincia bárbara de Europa donde se persigue a las fieras y a las leyendas, se apalea y se despelleja a los lobos, y después se cuelga el pellejo del palo más alto del pueblo, para escalofrío del respetable, y burla y regocijo de los niños.

En un cine de ovejas, hecho por y para rumiantes, quién iba a entender que los carnívoros son y han sido siempre más eficaces, más nobles y más limpios. A la gente le asusta la sangre, prefiere seguir ramoneando ortigas y hierbajos. ¿Cuándo y cómo y dónde encajar esta gótica cabeza, la arcaica y abombada frente que el tiempo ha ido despoblando y en la que sólo queda ya el páramo, la nieve de lo que un día fue el bosque donde aullaba la bestia? En el cuévano de la boca, bajo el arco de unos extrañamente sensuales labios, habitaron un día dentaduras feroces y colmillos de Drácula, se masticaron cuellos y entrañas propiciatorias, pero también se paladearon senos desnudos, lenguas de vírgenes, dedos de doncellas, los muslos y los glúteos más espléndidos de una dictadura que agonizaba en el sarcófago de la verosimilitud histórica. Mientras la hemoglobina resbalaba por las comisuras pintadas de yeso, España temblaba herida de muerte bajo la sombra de una cruz de diez toneladas, a los pies de un vampiro enano que, sentado sobre montañas de huesos y repleto de sangre humana, celebraba las ceremonias del crimen, el terror y las misas negras. Las cejas iracundas, las fuertes mandíbulas, la despiadada nariz y, sobre todo, los ojos salvajes y encarnizados, están hechos para dar miedo. Bajo las curvas y las deudas de la vejez, aún se oculta la musculatura impaciente del levantador de pesas, la lozanía impecable, ancha y fresca del gimnasta. Todo en este rostro campechano remite a la efigie de un animal sanguinario, pero el mito que se esconde detrás de tanto asesino y tanto muerto en vida, es el del licántropo: un pobre hombre que corre entre la multitud armada de piedras, de lanzas y de críticas; un lobo asustado que huye campo a través, enseñando los dientes. En el terror los verdaderos monstruos siempre llevan careta humana. Ahora que subsiste como una gárgola viviente, ilustre, orgullosa de sus heridas, todavía afila sus garras en algún viejo guión, soñando con regresar de nuevo a la caverna platónica para lanzar un largo aullido a la noche eterna de las ovejas y los herbívoros cinematográficos. Pero será inútil, una vez más: como aullar a la luna de Valencia. El aullido es viejo: proviene de la guerra civil, resuena en las trincheras y en las calles, entre las mondaduras de naranja. Era fácil coger el tono pero ¿cómo iba a dar miedo un hombre lobo que trabajaba a tiempo parcial en un país repleto de monstruos profesionales, de generales hechos de pedazos de cadáveres? ¿Cómo esconderse en una Transilvania de pueblo donde imperaba una momia festoneada de tubos, mantenida con vida gracias a artilugios secretos y científicos locos, una momia cuyo perfil lamentable y horrible se acuñaba en todas las monedas? ¿Cómo íbamos a entenderle los esclavos que aplaudíamos el Nodo como si fuera cine fantástico?

Otros

David Torres

Bellas