Luke nº98 Julio - Agosto 2008

Cuento: "Ratones"

Aquella tarde cogimos el coche y fuimos a visitar al padre de Alicia. Ella le había comprado dos discos de jazz de los treinta, Bassie y Ellington, vinilo todavía. El viejo vivía solo, en un chalet perdido en medio del campo. No he conocido nunca un sitio más triste, ni una casa más sucia. Tocaba ir a verle cada dos o tres meses. Sólo muy de vez en cuando llevábamos a los niños.
Yo no estaba de buen humor. En realidad nunca lo estaba cuando se trataba de ir a ver al viejo y aquel día Alicia me había tenido media hora esperándola con el coche en marcha. A veinte kilómetros de Madrid seguíamos gritando. Ella fumaba sin parar. Empezaba a aburrirme.
—Eres un hijo de puta —dijo Alicia por décima vez.
—Mira, déjalo, ¿vale?
—No me da la gana. Ahora no me da la gana de dejarlo. ¿Por qué tienes que armarla cada vez que vamos a ver a mi padre?
Decidí no contestar. Sé que la pone enferma.
—Eres un hijo de puta —dijo—. También son tus hijos, por si no te acuerdas, lo que pasa es que a ti te importa un huevo.
Sabía perfectamente que era mentira. Quise decirme que estaba fuera de control.
—Me quedo como una imbécil a prepararles la merienda y tú lo aprovechas para joder la tarde. Por cinco minutos de mierda que has tenido que esperar.
La miré de reojo. Entonces encontró la frase que buscaba.
—Y todo para que luego tu madre los forre a caramelos.
Precisamente mi madre había quedado en acercarse a darles de merendar y ella lo sabía. También sabía que acababa de prender la mecha.
—Tu mami querida.
—Con esos aires de marquesa que se da.
—Estará abriendo cajones.
Pisé el freno a fondo. De un volantazo eché el coche a la cuneta. Se caló. La agarré por el pelo.
—Eso es, venga, pégame, hijo de puta.
Alicia tenía la cabeza echada hacia atrás. Sabía que le estaba haciendo daño.
—Pégame, valiente.
—Cállate de una vez, haz el puñetero favor de callarte.
La solté. Ella me miraba desafiante. Tragué saliva.
—Cállate, por favor.
Ella seguía mirándome a los ojos.
—A la mierda —dijo.
Arranqué. Ella bajó el parasol y empezó a arreglarse el pelo en el espejito. Encendió un cigarrillo.
Ninguno de los dos dijo nada durante más de treinta kilómetros. Entonces paramos a tomar un café y Alicia escondió los discos debajo de su asiento. Al volver al coche puse la radio, el programa deportivo. Ella bufó, pero no dijo nada. Al cabo de un rato lo apagué.
—Perdona —le dije.
—Te has pasado un huevo.
—Ya lo sé. Perdona.
—¿Tanto te jode ir a ver a mi padre? ¿No puedes venir sin bronca?
Salimos de la autovía. Alicia se había relajado un poco. Hablaba del perro de nuestros vecinos. Al parecer habían tenido que sacrificarlo.
—Leishmanias, o algo así, tenía. Para que se lo hubiera pegado a los niños.
Llegamos a la urbanización. Los árboles estaban pelados y la carretera de grava cubierta de hojas secas. El aire levantaba remolinos de polvo, no se veía un alma. Me pareció más triste que nunca. Detuve el coche en la puerta del chalet. Toqué el claxon.
—No debe haberte oído —dijo Alicia al cabo de un rato.
Volví a pitar. Luego Alicia bajó del coche. La seguí. La cancela estaba entreabierta.
—Habrá salido. Vamos a entrar.
Lo hicimos. El jardín estaba infestado de malas hierbas y el porche de cachivaches y troncos para la chimenea. Era normal. Alicia encendió un cigarrillo. Entonces chilló.
—¿Qué es eso?
—¿Qué?
—Eso, eso que se mueve. Debajo de la leña.
Eran ratones. Ratones pequeños, de campo. Había por lo menos diez.
—Vas a tener que decirle algo a tu padre —dije—, esto está cada vez más lleno de mierda.
Era verdad. Alicia llamó al timbre. La puerta sólo estaba entornada. Lo olimos en cuanto entramos, por encima del olor rancio habitual.
—¡Dios! —dijo Alicia.
Había telarañas como mantas, tierra más que polvo. El cubo de la basura estaba lleno de ratones, apestaba.
—Es el cubo —le dije, pero yo mismo no me lo creía—. Espera aquí.
El dormitorio del viejo estaba arriba. Subí despacio por la escalera, con la mano sobre la nariz, respirando por la boca. Sudaba de miedo.
No necesité pasar de la puerta. El viejo estaba tumbado en la cama, vestido, con el móvil en la mano y las tripas llenas de ratones. Supuse que se habría sentido mal y había decidido echarse un rato a ver si se le pasaba. Fuera lo que fuera había sido fulminante. Y era la hostia lo que habían hecho los ratones.
Traté de bajar con calma. Alicia me esperaba temblando, con el cigarrillo consumido entre los dedos.
—No subas —le dije—. Hay que llamar a la policía.
Abrió mucho la boca, y los ojos. La agarré de la mano y la saqué de allí. La metí en el coche.
—¿Está muerto? —preguntó entonces.
—Sí —le dije.
Arranqué. Alicia seguía con la boca muy abierta, los ojos también. La vi agacharse. Sacó los discos de debajo del asiento. Los abrazó.
Entonces empezó a llorar.

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Javier Sagarna

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