Luke nº98 Julio - Agosto 2008

Hacia una Arqueología de bolsillo

Debo a mis andanzas erráticas el haber encontrado, en ocasión, pequeños trofeos personales. Triunfos efímeros de la persistencia de nada, al descubrir, escondidas entre libros, debajo de cucharas de palo; durmiendo sobre discos afónicos de tanto cantar en círculos, y antiguos relojes -muchos de los cuales hace añares olvidaron cómo contar las horas- bellas fotografías, de las cuales la única memoria que subsiste es la imagen que las remite al presente. Es una buena oportunidad para mirar, juzgar, cuando no fisgonear, con la licencia que otorga el importe de unas pocas monedas, y en mi caso, una cierta lascivia de voyeurista (¿qué fotógrafo no lo es?) la vida cotidiana y la intimidad de gente que, a juzgar por la edad de las fotografías y sus rostros, han dejado de existir hace ya mucho tiempo. Admirar el pasado anónimo, con el beneficio del tiempo y la distancia se me antoja una diversión que no conduce a ningún lugar y, antes por el contrario, crea más interrogantes que las respuestas que provee. Sobre todo en esta época de velocidades interespaciales de la comunicación a través del internet, la transmisión en vivo desde el fondo de los mares y las revelaciones multiorgásmicas en programas televisivos, donde más de un participante se desnuda en cuerpo y alma, ante una audiencia que pudiera contarse en millones.

Es así que hallar, en una venta callejera, un par de pequeños álbumes de pastas de cartoncillo, hechas casi añicos por el manoseo humano y el lento caminar del tiempo, se me presenta como un magnífico descubrimiento; máxime si lo que trae en sus páginas son unas magníficas instantáneas de un viaje realizado algún verano de entreguerras, en una playa europea que habrá de permanecer anónima. Y no es para menos, considerando que las imágenes allí guardadas, sutiles, hermosas, inmutables, sostenidas por frágiles tirillas de cartón, sin la ampulosa prepotencia de aquellas que se declaran arte tan pronto ven la luz, nos muestran un viaje en familia.

Mientras más las miro más quisiera saber de ellas; misión de antemano imposible. Veo lo que hay, lo que la vista del fotógrafo me ofrece desde ultratumba, su visión aún abierta al escrutinio y lo que mi imaginación me permite elucubrar con respecto de la acritud de la plata y sus derivados fotográficos. No puedo ir más allá del borde que contiene su esencia, aquello que sus límites me permiten admirar. El resto lo tiene que suplir el deseo de ver y percibir lo que mi mente quisiera recrear. Las vistas, aquellas que me ofrecen la posibilidad de entretenerme especulando, son simples imágenes hechas importantes por el paso del tiempo. Por ser testimonio de algo para siempre inexistente desde hace ya tiempo pero que sabemos que alguna vez fue verdadero. Es posible que los balnearios allí vistos sean hoy día monumentos al horror de la estulticia insoportable del Holiday Inn y que las playas desde donde la abuela sonríe apoltronada en su silla playera y sus bombachas de hace un siglo, hayan a esta fecha sido reclamadas por la furia del mar. No quisiera pensar que dentro de un siglo mis descendientes habrán de someterme al mismo tratamiento de infamia. Que mientras mis huesos ya estarán en polvo convertidos, las fotografías que he tomado en estos últimos treinta años y sobre las que he basado mi historia personal y mi bitácora de viaje por estas anchas tierras, habrán de ser compradas a precio de quema en una calle ignota de las costas del sur de Inglaterra o en algún mercadillo de malas pulgas, en vaya uno a saber qué plazoleta de pueblo desconocido en las provincias. Eso, valga la pena añadirlo, aún está por verse.

LALO BORJA
INGLATERRA 2008

Arte

Lalo Borja

Lalo Borja
Fotos: Colección Lalo Borja

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