Luke nº93 Febrero 2008

Un caso del inspector Cenizo

Al llegar el lunes a mi despacho, me encontré una escueta nota del comisario Feliciano junto a la trascripción de una llamada al 112.

La nota seguía el habitual tono: “Cenizo, a ver si esta vez no metes la pata”.

La trascripción era una denuncia sobre la desaparición de un vecino. Según la denunciante –Doña Urraca Cerdá-, hacía ya cinco días que “el cabrón del tercero, Pinzón, no se deja ver, ni me molesta haciendo ruidos por la noche, ni me insulta por la ventana. Aunque me importa una mierda lo que le pase, es mi deber como ciudadana ejemplar, avisar a las autoridades. Eso… y la peste que invade la escalera”.

No tenía ningún otro asunto sobre la mesa, así que tras compartir dos cafés y comentar la mala pretemporada del Madrid con Aranguren, se me acabaron las excusas y salí a sudar bajo el asfixiante sol de agosto.

El edificio, de arquitectura repugnantemente racionalista, estaba en bastante mal estado y para mi cabreo, no tenía ascensor. Al pasar por el rellano del segundo comencé a percibir un olor nauseabundo. Una puerta se entreabrió todo lo que permitía la gruesa cadena de seguridad. Al volverme, me encontré con medio rostro de una ajada anciana de cabello cano con tonalidades azuladas, producto del agua oxigenada.

- ¿Dónde va? –me espetó con tono agrio.
- Inspector Cenizo. Vengo a verificar una denuncia.
- ¡Ya era hora! Hace tres días que les llamé y esto huele cada vez peor. No se para qué pago mis impuestos…
- Esta bien, señora –la corté-, que ya estoy aquí.

¡Qué pocas palabras bastan reconocer un carácter insufrible!

La vivienda estaba cerrada así que, tras dar el parte a Doña Urraca y escuchar sus nuevas quejas -¡Si es que son unos inútiles!, tuve tiempo de escuchar al pasar por su puerta- fui directamente al juzgado para pedir una orden para entrar.

En la inspección preliminar no encontré ningún cadáver, pero pude comprobar que el repugnante olor provenía del salón. El mobiliario era escaso, casi conventual. Sobre la mesa de la cocina encontré un cuaderno que resultó ser un diario. Paso a citar de memoria los párrafos que pueden venir al caso:

“A los once años descubrí que poseía un poder cuya utilidad no supe discernir. Cuando me enfurecía con alguien, su rostro se volvía difuso en las fotografías que yo atesoraba, hasta quedar reducido a una mancha informe. A esa edad en que uno aún cree en los milagros, no me maravilló el hecho. Simplemente me envaneció un poco”.

“A lo largo de mi juventud, fui constatando que el número de personas que desaparecían de los retratos iba ganando en velocidad al establecimiento de nuevas relaciones, en consonancia con mi cada vez más desarrollada animosidad contra la gente que conocía”.

“En los últimos diez años, asqueado del género humano, he permanecido recluido en mi casa tras abandonar todo intento de lograr que nadie permaneciera en mis imágenes. Dedicado a la filosofía, especialmente a la afín corriente pesimista de Schopenhauer, incluso disfruté en los primeros tiempos constatando como otros más inteligentes que yo habían llegado a las mismas conclusiones sobre lo vano y estúpido de nuestra raza. De un tiempo a esta parte, esa forma de pensar se ha agudizado hasta tal punto que he ido tomando asco hasta de mí mismo, como miembro de esta raza despreciable”.

Con otro tipo de tinta y con un evidente nerviosismo terminaba el escrito de la siguiente forma:

“¡Por fin percibo claramente que es el fin! Una extraña sensación de vacío interior me ha hecho volver a desempolvar mis fotografías. Constato con alegría que yo mismo comienzo a diluirme en ellas. Sólo siento tener que abandonar los pequeños gozos que me produce el molestar a la odiosa vieja del segundo”.

Con evidente escepticismo realicé un minucioso registro de la casa. Acabé localizando el punto exacto origen del fétido olor. Al abrir un cajón, una invisible vaharada me provocó unas arcadas que dominé a duras penas. Aguantando las nauseas, tomé los únicos objetos que lo ocupaban; un grueso fajo de fotografías. Para mi desasosiego, en ninguna aparecía persona alguna, y en casi todas, parte de la imagen estaba difusa, como si alguien hubiera aplicado un disolvente.

Envolví las instantáneas y el cuaderno en una bolsa de basura que encontré en la cocina. Al pasar por el segundo, informé a la, siempre al acecho, vieja bruja de que el señor Pinzón había abandonado la vivienda y de que el olor iría desapareciendo. Regresé a la Jefatura con una breve parada en el Stop para tomar un par de güisquis.

En el casillero de Feliciano dejé mis conclusiones:

“Tras revisar concienzudamente la vivienda del Sr. Pinzón Degollado y no habiendo encontrado ningún indicio de violencia, ni de otro tipo que permita presumir de que se haya producido ningún delito en la vivienda, sólo cabe pensar que dicho señor haya mudado de residencia. El olor aludido por la vecina resultó proceder de unos productos en descomposición. No parece haber motivos para proseguir indagando”.

Este caso, pensé lacónicamente, tampoco ayudaría a mi carrera profesional.

Camino a mi casa arrojé con alivio deprimido el cuaderno y las fotografías a un container.

Literatura

El Golem

Rouge

El edificio, de arquitectura repugnantemente racionalista, estaba en bastante mal estado y para mi cabreo, no tenía ascensor. Al pasar por el rellano del segundo comencé a percibir un olor nauseabundo. Una puerta se entreabrió todo lo que permitía la gruesa cadena de seguridad. Al volverme, me encontré con medio rostro de una ajada anciana de cabello cano con tonalidades azuladas, producto del agua oxigenada (...)